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Imaginemos el instante. Un hombre de luengos cabellos se inclina,
         a la luz de una vela, sobre un ejemplar de la Aritmética del mate-
         mático griego Diofanto de Alejandría (ca. 214-ca. 298) con la es-
         palda encorvada. Después de leer uno de los teoremas, reflexiona
         un poco, sonríe, moja la pluma y escribe una frase en latín en uno
         de los márgenes del libro.  Hace  una pausa, vuelve  a  tomar la
         pluma,  y  añade:  «[ ... ]  cuius rei demonstrationem mirabilem
         sane detexi,  hanc marginis exiguitas non caperet».  Es decir:
         «[ ... ]  he encontrado una demostración admirable de este resul-
         tado, pero este margen es demasiado estrecho para escribirla».
             Seguramente el hombre se iría pronto a dormir. Al día siguiente
         le esperaban urgentes asuntos en el Parlamento. No sabemos cuán-
         tas veces recordó esa pequeña anotación. Tal vez nunca volvió a
         pensar en ella; su vida estaba ocupada en otros menesteres. ¿Ima-
         ginó en algún momento que esas pocas palabras darían lugar a una
         de las más apasionantes odiseas de la historia de las matemáticas y
         que a lo largo de los siglos atormentarían a varias de las mentes más
         brillantes del mundo? Es poco probable. Pierre de Fermat, el prota-
         gonista de dicha escena, era dado a los juegos y las adivinanzas,
         pero es difícil suponer que aquella noche hubiera intuido que había
         creado la más famosa adivinanza matemática de todos los tiempos.
             De hecho, tal adivinanza estuvo a punto de no pasar a la pos-
         teridad.  Escrita como nota personal en el margen de un libro,






                                      EL TEOREM A QUE TARDÓ 350 AÑOS EN SERLO   15
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