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pudo haber desaparecido sin más junto con los otros hechos más
                     o menos triviales de una vida corno tantas. Pero la acotación so-
                     brevivió a su autor, fue descubierta e impresa, y se convirtió en el
                     rey de los problemas al parecer imposibles de resolver. El mundo
                     continuó su marcha. El cardenal Richelieu gobernaba la Francia
                     que Alejandro Dumas inmortalizó en Los_ tres mosqueteros en la
                     época en la que Fermat esclibía, mientras un rey incapaz se re-
                     creaba en sus ocios. Cayó Richelieu, le siguieron la serie de movi-
                     mientos de insurrección conocidos corno la Fronda, el Rey Sol, y
                     después la Ilustración, la Revolución, el revuelto siglo xrx y el aún
                     más dramático siglo xx.  Y mientras la historia discurría, el resul-
                     tado que Fermat decía haber demostrado seguía ahí, resistiendo
                     todos los ataques, todos los intentos para probarlo: esa demostra-
                     ción que no cabía en un margen tampoco tenía un lugar en las
                     mentes de los más grandes matemáticos.
                         Aceleremos la acción. Nos encontrarnos ahora en 1993,  un
                     mundo con ordenadores y una red de Internet incipiente. La URSS
                     había caído. No existían aún las redes sociales, pero sí un antece-
                     sor llamado Usenet, al que prácticamente solo estaban suscritas
                     las personas ligadas al mundo académico, un número absurda-
                     mente pequeño si se compara con los actuales usuarios de deter-
                     minadas redes sociales. De pronto, esa primitiva red, usualmente
                     adormilada, comenzó a bullir de excitación. Los mensajes se su-
                     cedían, relarnpagueantes, con términos que un lego no podía en-
                     tender:  formas  modulares,  curvas  elípticas,  grupos  de  Galois,
                     teoría de Iwasawa, conjetura de Taniyarna-Shirnura ...
                         Poco a poco, la imagen de lo que había sucedido se iba for-
                     mando en la red. Andrew Wiles, un matemático británico experto
                     en un campo llamado curvas elípticas, había pronunciado, nada
                     menos que en el Instituto Isaac Newton de Cambridge, tres con-
                     ferencias en las que, paso a paso, con paciencia y un sentido del
                     arte dramático digno de un Laurence Olivier, avanzó hacia un re-
                     sultado inevitable.
                         Durante años, Wiles trabajó en secreto, corno un alquimista,
                     sin compartir con nadie ya no digamos sus resultados, ni siquiera
                     la naturaleza de su proyecto.  No  quería que nadie le quitara la
                     gloria de resolver uno de los problemas más difíciles del mundo






         16          EL TEOREMA QUE  TARDÓ 350 AÑOS EN SERLO
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