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rápidamente al alemán, y un poco más adelante al inglés (la tra-
       ducción, comentada por el navegante estadounidense Nathaniel
       Bowditch, data de 1829). Solo con el paso de las décadas empe-
       zaron a aparecer los prin1eros elementos que chirriaban. Aunque
       el Tratado dominó el panorama durante buena parte del siglo xrx,
       algunos de sus resultados tuvieron que ser revisados, tanto en el
       plano teórico (resolución en falso de la cuestión de la estabilidad
       del sistema solar) como en el plano práctico. En este último caso,
       la explicación dada por Laplace de las anomalías seculares de la
       Luna ( causadas supuestamente por la oscilación de la excentrici-
       dad de la órbita terrestre) solo explicaba una porción de la acele-
       ración del movimiento medio de nuestro satélite. En vida Laplace
       tuvo que volver una y otra vez sobre la cuestión (lo hizo en 1809,
       1811, 1820 y 1827, el año de su óbito). Pero la sucesiva corrección
       de las fórmulas no logró zanjarla. El Newton de la era napoleónica
       no pudo tomarse un respiro. De hecho, en una carta fechada en
       1826, Legendre se congratulaba irónicamente de que se probara
       que «nuestro inmortal colega está equivocado».
           La edad de oro de la mecánica celeste se cerraría con la gran
       obra de otro matemático francés: Los nuevos métodos de la mecá-
       nica celeste, de Jules-Henri Poincaré. Las nuevas técnicas matemá-
       ticas permitieron refinar la aplicación de la mecánica de Newton a
       la astrononúa. Era, no obstante, el canto del cisne de la mecánica
       celeste de raigambre newtoniana.  A principios del siglo xx,  un
       joven físico alemán llan1ado Albert Einstein construyó un marco
       teórico alternativo, que reformuló por completo el concepto de
       gravedad y posibilitó elaborar una nueva teoría del universo.





       DIOS EN  LA OBRA DE LAPLACE

       Cuentan que cuando Laplace le entregó a Napoleón un ejemplar de
       los primeros dos tomos del Tratado  de mecánica celeste, este le
       comentó: «Monsieur Laplace, me dicen que habéis escrito este ex-
       tenso tratado sobre el sistema del mundo sin haber mencionado a
       su Creador, ¿es cierto?». Pregunta a la que Laplace contestó: «Sire,





                                          EL ORIGEN  DEL SISTEMA  DEL MUNDO   117
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