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LA  ESCUELA LAPLACIANA


        En 1806, animado por su esposa, Laplace había adquirido una pe-
        queña mansión en Arcueil, una localidad cercana a París. Notar-
        daron en instalarse y pasar largas temporadas en la propiedad. En
        la vecindad vivía el químico Berthollet, a quien Laplace conocía de
        los tiempos del Arsenal de Lavoisier. Berthollet había montado en
        su casa una biblioteca y un laboratorio. Ambos comenzaron a pa-
        trocinar, a sus expensas, a un grupo de jóvenes talentos. A partir
        de esta colaboración informal surgió la Sociedad de Arcueil,  el
        germen de la escuela laplaciana de física matemática, que durante
        más de una década marcaría el rumbo y el ritmo de la ciencia
        francesa.
            Un año antes, en 1805, Laplace había terminado el prefacio
        del cuarto volumen del Tratado  de  mecánica celeste con estas
        palabras proféticas:  «Nada más me resta». Desde ese momento
        fueron la probabilidad y, en especial, la física los temas en los que
        volcó su genio.  Laplace dio un gran empujón al movimiento de
        matematización de numerosas disciplinas físicas que hasta enton-
        ces habían pem1anecido como especulaciones más bien cualitati-
        vas y metafísicas. Trató de llevarlas al grado de perfección de la
        astronomía. Aunque la aplicación de la geometría a la óptica venía
        de antaño, otros campos físicos aún no habían sido abordados
        matemáticamente. Así, atacó los dominios de la capilaridad (fenó-
        meno por el cual los líquidos ascienden hasta cierta altura por
        tubos de sección muy pequeña), el sonido, el calor, etc. Estos tra-
        bajos acabaron agrupados en el tomo V del Tratado de mecánica
        celeste (1825).
            En el capítulo 2 dejamos constancia de que la gran osadía
        de Galileo y Newton había sido unificar cielo y tierra tras más de
        veinte siglos de divorcio.  Laplace aspiraba a hacer realidad un
        sueño que no parecía descabellado. Quería mostrar que no solo
        era posible una mecánica celeste, sino también una «mecánica te-
        rrestre» hasta el núnimo detalle. Para ello relanzó una idea que ya
        había sugerido en la Exposición del sistema del mundo: existen
        fuerzas entre las moléculas inversamente proporcionales a una
       potencia de sus distancias.  Unas fuerzas que siguen, por tanto,






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