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Matemáticas, a quien Pierre le Canu asistía como ayudante, tuvo
        que marcar al joven Laplace. De resultas del choque su vocación
        religiosa quedó truncada. Buen conocedor de la nueva ciencia sur-
        gida al calor del siglo XVII,  Gadbled mantenía que la razón humana
        podía extender su dominio a todos los objetos del mundo natural.
        Sin quererlo, este sacerdote estaba apoyando la inversión de la
        tradicional primacía de la religión sobre la filosofía.  Decidido a
         encaminar sus pasos hacia la ciencia, Laplace dejó Caen y aceptó
        provisionalmente un trabajo como profesor en el colegio de los
        benedictinos de Beaumont, del que había sido alumno. Pero esta
        dedicación tampoco le llenaría y, en 1769, con poco más de veinte
        años de edad, abandonó los parajes que le vieron nacer y enca-
        minó sus pasos hacia París, la meca de la nueva ciencia.




         PARÍS, LA CAPITAL DE LA CIENCIA ILUSTRADA


        París sería el escenario alrededor del cual transitaría el resto de la
        vida de Laplace. Merece la pena, por tanto, detenerse a explorar
        el ambiente parisino de mediados del siglo  XVIII,  el Siglo de las
        Luces. París era por aquel entonces la capital europea de la Ilus-
        tración. Era la ciudad de la luz.
            No resulta fácil resumir en unas pocas líneas todo lo que sig-
        nificó para la historia de los estados europeos ese movimiento cul-
        tural que aspiraba a disipar las tinieblas de la humanidad mediante
        la luz de la razón, y que a la postre desencadenó las revoluciones
        burguesas que acabaron con el Antiguo Régimen, de las que brota-
        ron las nuevas naciones políticas (Estados Unidos en 1776, Francia
        en 1789, España en 1812). Al principio algunos monarcas acogie-
        ron con agrado las nuevas ideas, convirtiéndose en déspotas ilus-
        trados.  Federico II en Prusia,  Catalina la Grande en Rusia y los
        Barbones en Francia y en España rivalizaban entre sí por contar en
        su corte con las mejores cabezas de Europa. «Todo para el pueblo,
        pero sin el pueblo» era la fórmula. Estaban, sin saberlo, cavando
        su propia tumba. Los nuevos hombres no serían súbditos del rey,
        sino ciudadanos de la nación.






                                                  LA FORJA DE  UN CIENTÍFICO   19
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