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llamó y le consiguió un puesto de profesor en la Escuela Militar
de París. Esta última carta, y no la recomendación que traía con-
sigo desde Caen, fue la que hizo a D'Alembert cambiar de opinión:
Señor Laplace, ved que hago poco caso de las recomendaciones. No
teníais necesidad de ellas, os habéis dado a conocer mejor por vos
mismo y esto me basta. Os debo mi apoyo.
En su carta de cuatro páginas, Laplace mostraba que conocía
los fundamentos de la mecánica y también que estaba familiari-
zado con las obras de Newton y de D'Alembert, lo que lo capaci-
taba para convertirse en un aspirante a filósofo natural, es decir,
a científico ( aunque este último término no se hizo de uso co-
rriente hasta mediados del siglo xrx).
Fue el matemático Jean Baptiste Joseph Fourier (1768-1830)
quien contó por primera vez esta historia bastantes años después
de que sucediera, con ocasión del elogio póstumo que la Acade-
mia de Ciencias le dedicara a Laplace. No es descartable que la
historia fuera retocada para subrayar esa osadía del joven vein-
teañero que llama a la puerta del gran pope de las matemáticas
francesas para impresionar al patriarca de cincuenta y dos años
dando muestras de su talento. Sea como fuere, y aunque existen
otras versiones de la historia (en que es el propio D'Alembert
quien entrega un problema al joven para saber si es digno mere-
cedor de su ayuda, y este lo resuelve en una noche), el episodio
parece verosímil.
Hecho o ficción, el resultado fue el mismo: en 1 769 Laplace
comenzó su carrera en París, bajo la protección del ilustre philo-
sophe, quien lo propuso como profesor de Matemáticas en la Es-
cuela Militar de la ciudad.
Laplace había pasado a formar parte de la élite intelectual
parisina cuyo centro era D'Alembert, y que incluía a otros mate-
máticos de renombre como Nicolas de Condorcet, el algebrista
Etienne Bézout (1730-1783) o el astrónomo Joseph-Jéróme Le-
franc;ois de Lalande (1732-1807). Pero Laplace muy pronto fijó su
vista en otro objetivo: lograr un puesto en la prestigiosa Academia
de Ciencias de París.
22 LA FORJA DE UN CIENTÍFICO