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vencia económica, ya que la mayor parte de su mercancía procedía
                 de la no muy lejana ciudad de Sederot, a menos de diez quilómetros
                 de su tienda, pero al otro lado de la frontera.
                    Fue precisamente su neutralidad y sus negocios con los provee-
                 dores hebreos lo que le llevó finalmente a la muerte. Algunos de sus
                 propios vecinos, pertenecientes a grupos afines a los radicales com-
                 batientes, fueron quienes le delataron y marcaron su casa para que
                 los enviados de Boulus Musleh pasasen a detenerle, acusándole de
                 traición. El juicio, llevado a cabo por las autoridades locales, careció
                 de las mínimas garantías, y la sentencia no se hizo esperar más de
                 una semana. El padre de Fatma fue condenado a muerte y, para ma-
                 yor escarnio y vergüenza, ejecutado públicamente ante la mezquita a
                 la cual solía ir a rezar con sus familiares y amigos. Los dos hermanos
                 de Fatma, Nabir y Sabil, ya formaban parte de las milicias por aquel
                 entonces, y no sólo presenciaron indolentes la ejecución de su padre,
                 sino que justificaron la misma en el nombre de sus creencias y su
                 odio irracional hacia los judíos.
                    Fatma no se encontraba en Gaza cuando mataron a su proge-
                 nitor. Unos meses antes, viendo el cariz que tomaban los aconteci-
                 mientos, y ante la determinante decisión de sus dos hijos de unirse
                 a Ezzeddin Al-Qassam, Ibrahim Hasbúm había enviado a su única
                 hija a Tel Avid para que terminase allí sus estudios. La joven tenía
                 entonces poco más de dieciséis años, uno menos que su hermano
                 Nabir y dos menos que Sabil.
                    Hasbúm no había cumplido aún los cincuenta en el momento
                 de su muerte, pero ya hacía más de tres años que se había quedado
                 viudo al morir su joven esposa, Karima, durante un bombardeo is-
                 raelí. Fatma, cuyo parecido con su madre resultaba asombroso, muy
                 especialmente en el intenso negro de los ojos y en su enorme sonrisa,
                 dulce y sincera, no había sido la misma desde entonces. Su padre,
                 a pesar de la fortaleza que demostrara, tampoco volvió a parecerse
                 nunca a aquel alegre comerciante de barrio, algo atrevido y charla-
                 tán, al que todos conocían por el diminutivo de su nombre. El alegre
                 “Ibra” nunca volvería a recuperar su vida, y lo que más le atormentó
                 en su agonía fue la ausencia de su hija. Era consciente de que jamás


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