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a todas horas, sin apartarse de ella, y las abe-
jas estaban ya muy acostumbradas a las flo-
res de los alrededores.
Al atardecer, Selim fue a avisar a Rahmi, su pa-
trón, de que se marchaba dos días más tarde.
—El domingo que viene -le dijo- Ahmet esta-
rá otra vez solo para guardar el rebaño.
Vaciló un momento antes de continuar. Des-
pués levantó los ojos hacia el hombre corpu-
lento y brusco que estaba frente a él y siguió:
—Señor Rahmi, ¿no va a buscar usted a otra
persona para ponerla en mi lugar? Ya sé que
he pasado algunos ratos entretenido bailan-
do, pero también he corrido bastante detrás
de las cabras y he ayudado a Ahmet a reunir
el rebaño. Ésa es una tarea demasiado pesa-
da para que la haga Ahmet solo, porque ya
está muy viejo para correr a la misma veloci-
dad que esos animales.
Rahmi tosió para simular que no le importaba
lo que le decía el muchacho; en realidad, tenía
ganas de mandarle a paseo. Pero, en el fondo,
se daba cuenta de que el chico llevaba toda la
razón. Por otra parte, Selim le gustaba; había
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