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—Entonces     sería  mejor  que  esperase    la  lle-
             gada de   los policías -dijo Zuffu-.  Mi  padre ne-
             cesita que usted le sirva de testigo.


             Dicho esto,   se dirigió al  automóvil y se sentó
             en él con la mayor tranquilidad del mundo.


             —Oye    -dijo  el  hombre,  que   lo  había  segui-
             do-,  ¿sabes que tu   padre es afortunado al te-
             ner  un  hijo  como  tú?  Nunca  he  visto  un  mu-
             chacho tan   razonable.   ¿Cuántos   años tienes?

             —Diez.   Pronto voy a cumplir once -respondió
             Zuffu,  sin darse ninguna importancia.



             No  entendía   lo  que  aquel  hombre   podía  en-
             contrar fuera  de  lo  normal  en él.  Un  día  había
             visto  un  accidente  y  sabía  lo  que  había  que
             hacer en esos casos.     ¡Así de sencillo!



             Lo único que    le  preocupaba  en  ese momento
             era  el  muchacho    herido.  ¿Por  qué  no  había
             oído  la  bocina?  Zuffu  recordó  de  repente  que
             el  chico  llevaba  las  manos   en  las  orejas  al
             cruzar  la  calle.  Entonces,  ¿podría  ser  que  se
             hubiera tapado los oídos con     los dedos?



             Zuffu se puso los dedos en sus propios oídos,
             para  probar.  Apretó  con   mucha   fuerza,  y  no



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