Page 101 - El toque de Midas
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Payasos, no empresarios

  Mi negocio de carteras de nylon y velcro para surfistas comenzaba a despegar a principios de los
  setenta. El problema fue que el éxito nos estaba saliendo muy caro. Recordarás que esta historia la
  empecé  a  relatar  en  el  primer  capítulo  del  libro.  Pues  bien,  como  nunca  teníamos  dinero  en  la

  compañía, tuve que comenzar a reunir capital. Nuestra forma de operar consistía en comprarles a las
  fábricas de Corea y Taiwán una remesa de carteras, y luego enviarla a las tiendas desde nuestra
  bodega. Suena bien, ¿no es cierto? Estábamos tratando de vender el producto en cuanto terminábamos
  de fabricarlo. Sin embargo, nosotros teníamos que ordenar y pagar más carteras antes de que nuestros

  clientes, es decir, las tiendas, liquidaran lo que nos debían. Por eso siempre estábamos en números
  rojos. Nuestros cálculos indicaban que, si gastábamos un dólar en abril, no lo veríamos de vuelta
  sino hasta febrero del siguiente año. Era un ciclo de diez meses donde el dinero salía de la empresa
  pero no entraba. E irónicamente, mientras más éxito teníamos, más dinero salía y más tiempo tardaba

  en regresar.
        A medida que fue creciendo la demanda por los productos Rippers, también necesitamos más
  recursos. En muy poco tiempo, entre 5000 y 10 000 dólares ya no eran suficientes. Para mantener los
  productos en las tiendas y hacer crecer el negocio, necesitábamos 100 000. Dado que padre rico era

  la única persona que conocía con esa cantidad de dinero, le llamé para pedirle una cita.
        Escuchó con mucha paciencia, durante diez minutos, mi discurso acerca de la inversión. Pero en
  cuanto llegó al límite de lo que podía soportar, pidió a mis dos socios que abandonaran la sala.
  Luego, comenzó a gritarme en cuanto se cerró la puerta. Me dio una de las más fuertes reprimendas

  que he recibido en mi vida.
        En lugar de llamar a mis socios, “socios”, se refirió a ellos como “payasos”. Para empeorar las
  cosas, padre rico estaba seguro que uno de ellos, el director de finanzas, era un hombre deshonesto e
  inconstante, un timador en potencia. Pero mi padre ni siquiera conocía al individuo, por eso creo que

  sólo desconfió desde el primer momento que lo vio.
        Y a pesar de que a padre rico le simpatizábamos yo y mi otro socio, no creía que fuéramos
  suficientemente solventes. Por eso dijo que no se arriesgaría a crear una sociedad con nosotros, y
  mucho menos, a invertir en la compañía.

        —¿Por  qué  querría  yo  involucrarme  con  ustedes  como  socio?  —preguntó  padre  rico—.  No
  tienen experiencia, ni éxito y, además, no confío en ninguno. Si te asocias con una persona en quien
  no confío, tampoco puedo fiarme de ti. Me has mostrado que no sabes distinguir a un buen socio.
  Ustedes son payasos, no empresarios.

        El sermón fue muy doloroso y duró horas. Sobra decir que salimos de ahí sin el dinero. Después
  de eso no volví a hablar con padre rico por varios años.
        Mis socios y yo reunimos los 100 000 dólares por otro lado, pero padre rico estaba en lo cierto.
  No éramos buenos socios y, poco después, la persona de la que más desconfiaba, el contador público

  que tenía el puesto de director financiero, desapareció con todo el dinero.


  Más socios malos

  Me gustaría poder decir que, tras aquella experiencia, aprendí la lección y, de cierta forma, así fue.
  Sin embargo, necesitaba aprender más porque terminé cayendo en el error más de una vez. Con el
  correr de los años fui pasando de un mal socio a otro, y ese comportamiento, desde el punto de vista

  de padre rico, me convertía, por ende, en un mal socio también.
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