Page 332 - Luna de Plutón
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—N… No puedo —gimió, con sangre en la frente—. Estoy agotado.

       Claudia, desde el otro extremo, los observaba en silencio.
       Hubo un fuerte temblor, la grieta que los separaba se ensanchó aún más, el hórrido

  rechinar de los metales se hacía cada vez más intenso. El león levantó la cabeza, para

  ver a la niña ogro, quien a su vez lo veía a él a los ojos. Levantó una de sus regordetas

  manos, para saludar a su amigo y, hecho esto, se dio media vuelta y caminó a través
  de la compuerta.

       —¡Claudia! ¿A dónde vas?

       Claudia  caminó  rumbo  a  la  sala  circular,  donde  se  hallaba  la  compuerta  que  se

  abría directamente hasta el paraje que uno le ordenase a la computadora. Se dio un
  encontronazo con un elfo en bata blanca que corría fuera de ahí.

       —¿¡Qué haces tú aquí, niña!? ¡Tenemos que salir de esta sala!

       —Váyase pronto —contestó, con calma.
       La ogro se detuvo varios segundos en medio de la sala, extendiendo su mano y

  posando sus dedos sobre la pantalla, escogió mentalmente un lugar. Caminó hasta la

  compuerta, la abrió y frente a ella, apareció un lugar ruinoso, que crujía, con una luz
  roja intermitente: era la Parca Imperial.













       Claudia se dio media vuelta, para ver una vez más AQUEL lugar (el último donde
  vio  a  su  padre)  y,  hecho  esto,  cerró  el  portal  tras  ella.  La  Parca  Imperial  estaba  en

  peores condiciones que el Pegaso. La niña levantó la cabeza para contemplar AQUEL

  lugar  en  toda  su  magnitud  y,  abriéndose  paso  entre  un  derrumbadero  de  vigas  y

  máquinas  con  cables  que  echaban  chispas,  llegó  hasta  su  lugar  elegido:  la  Sala  de
  Máquinas de la nave, que era tan grande como un edificio y que tenía, al pie de ella,

  una enorme computadora, con una gran palanca accionada hacia arriba.

       Aquello, al parecer, sería mucho más fácil de lo que esperaba; Claudia, haciendo
  uso de su inconmensurable poder, tomó la palanca, e hizo, con sus propias manos, lo

  que requería una serie de complicados códigos para hacer que esta apenas se moviera:

  bajarla a la fuerza. La palanca crujió, chirrió y se puso caliente; sin embargo, cedió.

  Hecho esto, la niña se agachó para recoger un tonel de metal tirado en el suelo, lo
  levantó  sobre  su  cabeza  y  lo  arrojó  contra  los  monitores  que  aún  parecían  estar

  funcionando,  causando  una  tormenta  de  fuego  y  chispas.  La  turbina  derecha  de  la
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