Page 314 - Cementerio de animales
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debía de haber recorrido ya las tres cuartas partes del Atlántico; pero aquí, en
Ludlow, aún imperaba la noche. El viento no amainaba.
Entró en el garaje, avanzó a tientas a lo largo de la pared y abrió la puerta trasera.
Cruzó la cocina sin encender la luz y se metió en el pequeño cuarto de baño contiguo
al comedor. Allí encendió la luz y lo primero que vio fue a Church enroscado encima
del depósito y mirándole con aquellos ojos terrosos, entre amarillos y verdes.
—Church, creí que alguien te había sacado.
El gato le miraba desde lo alto del depósito. Sí; alguien había sacado a Church. Él
había sacado a Church, lo recordaba perfectamente. Como recordaba haber mandado
arreglar el cristal de la ventana del sótano y pensado entonces que ya estaba resuelto
el problema. Pero, ¿a quién pretendía engañar con eso? Cuando Church quería entrar,
Church entraba. Porque ahora Church era diferente.
Eso no importaba. Con esta abulia y este agotamiento, nada parecía importar.
Ahora se sentía infrahumano como uno de esos estúpidos zombies de película de
George Romero, o alguien salido del poema de los hombres vacíos de T. S. Eliot.
«Hubiera tenido que ser un par de ásperas garras que corrieran por el Pequeño Dios
Pantano y el cementerio micmac», pensó riendo entre dientes.
—Una cabeza llena de serrín, Church —dijo con aquella voz destemplada
mientras se desabrochaba la camisa—. Ese soy yo. Puedes estar seguro.
Tenía un hermoso cardenal sobre las costillas del lado izquierdo y la rodilla que
chocara contra la lápida estaba hinchándose como un globo y mostraba un feo tono
morado. Louis supuso que en cuanto dejara de doblarla, la articulación le quedaría
tiesa, como si la hubieran metido en cemento. Parecía una de esas lesiones que
recuerdas durante el resto de tu vida, sobre todo cuando amenaza lluvia.
Alargó el brazo para acariciar a Church, pues necesitaba un poco de consuelo;
pero el gato saltó al suelo tambaleándose con aquel aire de borracho que nada tenía
de felino, lanzando a Louis una amarilla mirada de indiferencia al salir.
En el botiquín había linimento. Louis bajó la tapa de la taza del aseo, se sentó y se
untó la rodilla. Luego, con mano torpe, se dio una friega en los riñones.
Luego, fue a la sala, encendió la luz del vestíbulo y se quedó unos momentos al
pie de la escalera, mirando en torno con expresión estúpida. ¡Qué extraño se le
antojaba todo! Allí mismo estaba él la víspera de Navidad, cuando dio el zafiro a
Rachel. Lo llevaba en el bolsillo de la bata. Aquélla era la butaca en la que trató de
explicar a Ellie lo que era la muerte cuando Norma Crandall tuvo la embolia.
Explicación que ahora él mismo no había podido aceptar. En aquel rincón estaba el
árbol de Navidad, el pavo de papel charol recortado por Ellie —el que a Louis le
parecía una especie de cuervo futurista— estaba pegado con cinta adhesiva a esa
ventana y, mucho antes, en aquella sala no había más que una colección de cajas de la
agencia de transportes que contenían los enseres de la familia, acarreados a través de
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