Page 316 - Cementerio de animales
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quería retratarse, ni presentarle a los niños. Louis y Gage le conocían; le habían
conocido en Nueva Inglaterra tiempo atrás. Estaba siempre alerta, esperando ahogarte
con una canica, asfixiarte con una bolsa del aspirador, electrocutarte con el primer
enchufe. La muerte podía estar en una bolsa de cacahuetes, en un trozo de carne que
se te atravesara, en el siguiente paquete de cigarrillos. Siempre te andaba rondando,
de guardia en todas las estaciones de control entre lo mortal y lo eterno. Agujas
infectadas, insectos venenosos, cables mal aislados, incendios forestales. Patines que
lanzaban a intrépidos chiquillos a cruces muy transitados. Cada vez que te metes en la
bañera para darte una ducha, Oz te acompaña: ducha para dos. Cada vez que subes a
un avión, Oz lleva tu misma tarjeta de embarque. Está en el agua que bebes y en la
comida que comes. «¿Quién anda ahí?», gritas en la oscuridad cuando estás solo y
asustado, y es él quien te responde: Tranquilo, soy yo. Eh, ¿cómo va eso? Tienes un
cáncer en el vientre, qué lata, chico, sí que lo siento. ¡Cólera! ¡Septicemia!
¡Leucemia! ¡Arteriosclerosis! ¡Trombosis coronaria! ¡Encefalitis! ¡Osteomielitis!
¡Ajajá, vamos allá! Un chorizo en un portal, con una navaja en la mano. Una llamada
telefónica a medianoche. Sangre que hierve con ácido de la batería en una rampa de
salida de una autopista de Carolina del Norte. Puñados de píldoras: anda, traga. Ese
tono azulado de las uñas que sigue a la muerte por asfixia; en su último esfuerzo por
aferrarse a la vida, el cerebro absorbe todo el oxígeno que queda en el cuerpo, incluso
el de las células vivas que están debajo de las uñas. Hola, chicos, me llamo Oz el
Ggande y Teggible, pero podéis llamarme Oz a secas. Al fin y al cabo, somos viejos
amigos. Pasaba por aquí y he entrado un momento para traerte este pequeño infarto,
este derrame cerebral, etcétera; lo siento, no puedo quedarme, tengo un parto con
hemorragia y, luego, inhalación de humo tóxico en Omaha.
Y la vocecita sigue gritando: «¡Te quiero, "Tigger", te quiero! ¡Creo en ti,
"Tigger"! ¡Siempre te querré y creeré en ti, y seguiré siendo niña, y el único Oz que
habitará en mi corazón será ese simpático impostor de Nebraska! Te quiero…»
Vamos patrullando, mi hijo y yo…, porque lo que importa no es el sexo ni la
guerra, sino la noble y terrible batalla sin esperanza contra Oz, el Ggande y Teggible.
Él y yo patrullamos en nuestra furgoneta blanca bajo el cielo radiante de Florida. Y el
faro rojo está tapado, pero sigue allí por si lo necesitamos…, y nadie tiene por qué
saberlo, porque el corazón del hombre es más árido; el hombre cultiva aquello que
puede, y lo "cuida".
Con estos embarullados pensamientos, Louis Creed iba resbalando hacia el sueño
y desconectando clavijas con el mundo real, línea a línea, hasta que su mente quedó
en blanco y el agotamiento lo arrastró a la inconsciencia.
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