Page 315 - Cementerio de animales
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medio continente. Ahora recordaba haber pensado que, embalados de aquel modo,
sus efectos parecían insignificantes, un pequeño baluarte entre su familia y la frialdad
del mundo exterior, donde no se conocía su nombre ni sus costumbres.
Qué lejano parecía todo… Y cómo deseaba ahora no haber oído hablar nunca de
la Universidad de Maine, ni de Ludlow, ni de Jud y Norma Crandall, ni nada.
Subió la escalera. En el cuarto de baño, arrimó el taburete al armario, se subió a él
y bajó el maletín negro que guardaba en lo alto. Se lo llevó al dormitorio, se sentó y
empezó a revolver en su interior. Sí; había jeringuillas y, entre los rollos de vendas,
esparadrapos, pinzas, tijeras y bolsas estériles de material quirúrgico, había varias
ampollas de sustancia muy mortífera.
Por si hacía falta.
Louis cerró el maletín y lo dejó al lado de la cama. Apagó la luz del techo y se
tendió en la cama con las manos en la nuca. Aquel descanso era una delicia. Se puso
a pensar otra vez en Disney World. Se vio a sí mismo con un sencillo uniforme
blanco, conduciendo una furgoneta blanca, con el emblema de las orejas de "Mickey"
en la portezuela. Exteriormente, nada debía indicar que se trataba de una ambulancia,
o la parroquia podría alarmarse.
Gage iba sentado a su lado, con la piel muy bronceada y el blanco de los ojos
azulado, rebosando salud. Ahí mismo, a la izquierda, estaba "Goofy" estrechando la
mano a un niño que le miraba, atónito. Más allá, "Pluto" posaba entre dos sonrientes
abuelitas con pantalones mientras una tercera manejaba la cámara, y una niña,
luciendo su mejor vestido, gritaba: «¡Te quiero, "Tigger"; te quiero, "Tigger"!»
Louis y su hijo hacían la ronda. Él y su hijo eran los centinelas de aquel país de
fantasía, por el que patrullaban incansablemente en su furgoneta blanca, con los
distintivos rojos perfectamente disimulados para no llamar la atención. Ellos no
buscaban problemas, pero estaban dispuestos a afrontarlos, si se presentaban. Porque,
incluso en un lugar dedicado a tan inocentes diversiones, acechaba la desgracia. Ese
caballero sonriente que estaba comprando un rollo de película para la cámara en Main
Street podía caer al suelo con las manos en el pecho al sufrir un ataque al corazón, o
la señora embarazada que bajaba las escaleras de una carroza podía empezar a tener
dolores de parto, o esa jovencita tan linda como una portada de Norman Rockwell
podía sufrir un ataque de epilepsia y empezar a golpear el asfalto con las zapatillas
cuando, de pronto, en su cerebro se cruzaran las señales. Insolaciones, colapsos,
embolias y, tal vez, en uno de aquellos bochornosos atardeceres de Orlando, incluso
un rayo del cielo. Y, si no, el mismo Oz, el Ggande y Teggible, el que podía verse
pasear por los alrededores de la estación del monorraíl del Reino de la Magia o volar
a lomos de "Dumbo", con su mirada estúpida y abúlica. Louis y Gage ya se habían
acostumbrado a su presencia, era un personaje más del parque de atracciones, como
"Goofy", o "Mickey", o "Tigger" o el eminente señor "Donald". Pero con él nadie
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