Page 312 - Cementerio de animales
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Louis tropezó y cayó de bruces. Al principio, pensó que ya no podría levantarse
—no tenía fuerzas para eso— y que se quedaría allí tendido escuchando el coro de los
pájaros del Pequeño Dios Pantano que quedaba a su espalda y sintiendo el coro de
dolores de su magullado cuerpo. Se quedaría allí hasta que se durmiera. O se muriera.
Esto último, lo más seguro.
Recordaba haber colocado el fardo de lona en el hoyo que había abierto y haberlo
rellenado de tierra con sus propias manos. Y creía recordar que había amontonado las
piedras formando una figura ancha en la base y que terminaba en punta…
Después ya casi no recordaba nada. Habría bajado la escalera, eso por supuesto, o
no estaría aquí, en…, ¿dónde estaba? Al mirar en torno, creyó reconocer un grupo de
abetos corpulentos que estaban ya cerca del montón de troncos. ¿Habría atravesado el
Pequeño Dios Pantano sin darse cuenta? Posiblemente.
«Ya me he alejado bastante. Me quedaré a dormir aquí.»
Pero la falsa seguridad que pretendía infundir este pensamiento le dio fuerzas
para ponerse en pie y seguir andando. Porque, si se quedaba allí, la cosa podría dar
con él… La cosa podía estar buscándole por el bosque en aquel preciso momento.
Se frotó la cara con la palma de la mano y la retiró manchada de sangre. Miró la
sangre con estúpida perplejidad. Había tenido una hemorragia nasal. «¿A quién
cuernos le importa eso?», murmuró con voz ronca, mientras, apáticamente, buscaba a
tientas el pico y la pala.
Diez minutos después, estaba ante el montón de troncos. Louis trepó por él dando
traspiés, aunque no se cayó hasta que casi había llegado abajo. Fue al mirar donde
ponía el pie cuando se partió una rama («no mires abajo», le había dicho Jud), otra
rama se enderezó bruscamente lanzándole el pie hacia fuera y Louis cayó de lado
quedando sin respiración.
«Es la segunda vez en una noche que me caigo en un cementerio… y que me
ahorquen si no es para hartarse.»
Volvió a buscar el pico y la pala y esta vez tardó algún tiempo en dar con ellos. Se
quedó mirando el entorno, a la luz de las estrellas. Cerca de él estaba la tumba de
SMUCKY. Era obediente, pensó Louis fatigosamente. Y la de TRIXIE,
ATROPEYADO EN LA CARRETERA. Seguía soplando el viento y se oía el leve
tintineo de un trozo de metal —tal vez, en tiempos, una lata de Del Monte, recortada
laboriosamente por el afligido dueño de un animal con las tenazas del padre,
aplastada con el martillo y clavada a un palo— y aquello le hizo volver a sentir el
miedo. Aunque ahora, embotado por el cansancio, ya no lo experimentaba con
aquella intensidad como una sacudida candente sino amortiguado, como una
pulsación profunda y angustiosa. Ya estaba hecho. Y aquel tintineo machacón que se
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