Page 311 - Cementerio de animales
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Avis cuando al día siguiente devolviera el coche en el Aeropuerto Internacional de
Bangor.
«Eso ahora no importa. Hay que ir por partes. Ahora lo más urgente es tomar
café.»
Rachel tomó por la salida de Pittsfield. A un kilómetro y medio llegó a una zona
brillantemente iluminada con luces de sodio en la que se oía el castañeteo uniforme
de los motores Diesel. Paró, mandó llenar el depósito («Vaya trompazo le han dado»,
comentó el mozo del surtidor casi con admiración) y entró en la cafetería que olía a
tocino frito, huevos y…, afortunadamente, café del bueno.
Rachel se bebió tres tazas, una tras otra, como si fuera medicina: solo y con
mucho azúcar. En el mostrador y alrededor de las mesas había camioneros que
gastaban bromas a las camareras, pero ellas, a la luz de los tubos fluorescentes y a
aquellas horas de la madrugada, tenían aspecto de enfermeras cansadas y con malas
noticias.
Después de pagar, Rachel salió y se fue en busca del Chevette. El coche no se
ponía en marcha. Al dar la vuelta a la llave, se oía un chasquido seco de la batería, y
nada más.
Rachel, lentamente y sin fuerza, se puso a golpear el volante con los puños. Algo
quería detenerla. No era normal que un coche, nuevo como aquél, con menos de ocho
mil kilómetros, se quedara sin batería. Pero así era y allí estaba ella, atascada en
Pittsfield, casi a ochenta kilómetros de su casa.
Al oír el zumbido sosegado y uniforme de los grandes camiones, tuvo de pronto
la certeza atroz de que entre ellos estaba el que había matado a su hijo…, pero ése no
rugía, sino que se reía entre dientes.
Rachel bajó la cabeza y se echó a llorar.
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