Page 307 - Cementerio de animales
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su paso, temblar el suelo, chasquear el barro bajo sus pies monumentales.
               Creyó ver un momento, muy arriba, dos chispas anaranjadas. Chispas como ojos.
               Entonces el sonido empezó a alejarse y un pájaro gritó tímidamente: sólo uno.

           Otro le respondió. Un tercero intervino en la conversación. Un cuarto hizo de ello una
           reunión de junta. El quinto y el sexto lo convirtieron en asamblea de pájaros. Los
           sonidos del avance de la cosa (lento pero no errático, y tal vez eso fuera lo peor, esa

           sensación de avance consciente) se alejaban hacia el norte. Se iban… se iban… fuera.
               Por  fin  Louis  empezó  otra  vez  a  moverse.  Tenía  los  hombros  y  la  espalda
           baldados. Estaba bañado en sudor de los pies a la cabeza. Los primeros mosquitos de

           la temporada, jóvenes y hambrientos, dieron con él y se sentaron a darse el lote.
               «El "wendigo", santo Dios, era el "wendigo", la criatura que vaga por las tierras
           del  norte,  la  criatura  que,  si  te  toca,  te  convierte  en  caníbal.  Era  él.  El  "wendigo"

           acaba de pasar a menos de sesenta metros de mí.»
               Basta de estupideces, se dijo, había que imitar a Jud y evitar el pensar en lo que

           pudiera ser lo que se veía más allá de Pet Sematary: eran los somormujos, la aurora
           boreal, los socios del club PEN de los Yankees de Nueva York. Que fuera cualquier
           cosa,  menos  las  criaturas  que  saltan  y  reptan  y  serpentean  en  el  submundo.  Que
           hubiera  Dios,  que  hubiera  mañanas  de  domingo,  que  hubiera  risueños  ministros

           episcopales de deslumbrante sobrepelliz…, pero que no hubiera estos espeluznantes
           horrores en la cara oscura del universo.

               Louis siguió andando con su hijo, y el suelo volvió a endurecerse bajo sus pies.
           Segundos  después  encontró  un  árbol  caído:  su  contorno  se  dibujaba  en  la  bruma
           como un gran plumero verde gris tirado por la doncella de un gigante.
               El  tronco  estaba  partido,  y  la  rotura  era  reciente;  la  pulpa  amarillo  pálido  aún

           goteaba una savia que Louis notó caliente al apoyarse para pasar al otro lado…, y en
           el otro lado había una depresión del terreno de la que tuvo que salir casi a rastras y,

           aunque había matas de enebro y de laurel aplastadas contra el suelo, Louis no quería
           pensar  que  aquello  fuera  la  huella  de  un  pie.  Una  vez  hubo  salido  de  ella,  habría
           podido volverse a mirar, para comprobar si tenía tal configuración, pero prefirió no
           hacerlo.  Y  siguió  adelante,  con  la  piel  fría,  la  boca  caliente  y  seca  y  el  corazón

           alborotado.
               Pronto dejó de oír bajo sus pies el chasquido del barro. Ahora sonaba el crujido

           leve de las agujas de pino y, después, roca. Ya casi había llegado.
               El terreno se elevaba rápidamente. Algo le golpeó la espinilla, algo que no era
           una  simple  roca.  Louis  alargó  un  brazo  con  movimiento  torpe  (la  articulación  del

           codo, que se le había dormido, le dio un trallazo) y palpó el obstáculo.
               «Escaleras. Talladas en la roca. Tú sígueme. Cuando lleguemos arriba, fin de la
           excursión.»

               Y  Louis  empezó  a  subir,  y  le  volvió  la  euforia  que,  una  vez  más,  disipó  el




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