Page 320 - Cementerio de animales
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Jud Crandall se despertó con una sacudida tan fuerte que estuvo a punto de caer
de la mecedora. No tenía idea de cuánto rato había dormido; lo mismo podían ser tres
minutos que tres horas. Miró el reloj y vio que eran las cinco y cinco. Tuvo la
sensación de que todo lo que había en la habitación se había movido y le dolía la
espalda de arriba abajo, de dormir sentado.
«¡Buena la has hecho, viejo estúpido!»
Pero él sabía que no era eso; en el fondo, él sabía que no era eso. No había sido
él. Él no se había dormido durante la guardia, sino que le habían dormido.
Esto le asustaba, pero otra cosa le asustaba todavía más: ¿Qué fue lo que le
despertó? Tenía la impresión de haber oído algo, un sonido como…
Contuvo el aliento y se quedó escuchando. El corazón le retumbaba en los oídos.
Ahora se oía algo; no era el mismo sonido que le despertó, pero era algo. El leve
crujido de los goznes de una puerta.
Jud conocía cada uno de los sonidos de la casa: sabía qué tablas del suelo crujían,
qué peldaño de la escalera chirriaba y en qué punto del canalón del tejado bramaba el
viento cuando se ponía a soplar de firme, como la noche anterior. Y enseguida supo
qué puerta acababa de crujir. Era la pesada puerta de entrada, la que comunicaba el
porche con el vestíbulo. Y, con este indicio, pudo deducir cuál era el sonido que le
había despertado: el producido por la lenta expansión del muelle de la puerta
mosquitera del porche.
—¿Louis? —llamó, aunque sin confiar. El que entraba no era Louis, sino alguien
enviado a castigar a un viejo por su orgullo y su vanidad.
Unos pasos se acercaban lentamente a la sala.
—¿Louis? —intentó decir otra vez, pero sólo le salió un graznido, porque ahora
empezaba a oler lo que había entrado en la casa en la hora última de la noche. Era un
olor infecto, a agua corrompida.
Jud distinguía en la penumbra el contorno de los objetos —la vitrina de Norma, el
aparador, la cómoda— pero no los detalles. Trató de ponerse en pie con unas piernas
que no sentía, mientras su cerebro le gritaba que necesitaba más tiempo, que ya era
demasiado viejo para enfrentarse con aquello otra vez sin más tiempo. Aún recordaba
el horror de cuando lo de Timmy Baterman, y Jud era joven entonces.
Se abrió la puerta oscilante y entraron unas sombras, una más concreta que las
otras.
Dios, qué olor.
Arrastrar de pies en la oscuridad.
—¿Gage? —Jud consiguió por fin ponerse en pie. Por el rabillo del ojo, vio el
cilindro de ceniza del cigarrillo en el cenicero de latón—. Gage, ¿eres tú…?
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