Page 324 - Cementerio de animales
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—A ver, señora, pruebe otra vez —dijo el camionero, inclinado sobre el motor del
coche alquilado por Rachel.
Ella hizo girar la llave y el Chevette rugió con brío. El hombre cerró el capó y se
acercó a la ventanilla, limpiándose los dedos con un gran pañuelo azul. Tenía una
cara tosca y simpática y llevaba una gorra de visera en la coronilla.
—Muchísimas gracias —dijo Rachel, casi llorando—. Yo no habría sabido qué
hacer.
—Eso podía arreglarlo un niño —respondió el camionero—. Pero es curioso.
Nunca había visto ese fallo en un coche tan nuevo.
—¿Qué tenía?
—Pues un cable de la batería suelto. Nadie habrá estado hurgando en el coche,
¿verdad?
—No —dijo Rachel, y volvió a pensar en aquella sensación de estar prendida en
la banda elástica del tiragomas más grande del mundo.
—Habrá sido la vibración; pero ya no tendrá más problemas con los cables. Se los
he apretado bien.
—¿Aceptaría dinero? —preguntó Rachel tímidamente.
El camionero soltó una carcajada.
—No, señora; nosotros somos los caballeros andantes de la carretera, ¿recuerda?
—Muchas gracias —sonrió ella.
—No tiene de qué darlas. —El hombre le dedicó una amplia sonrisa que era como
un incongruente rayo de sol a aquella hora de la madrugada.
Rachel sonrió a su vez y cruzó con precaución el aparcamiento en dirección a la
carretera de acceso a la autopista. Miró a derecha e izquierda antes de salir y, cinco
minutos después, estaba otra vez circulando por la autopista, en dirección al norte. El
café la había despejado más de lo que creía. Se sentía completamente despierta, sin
asomo de modorra y con unos ojos como platos. Volvió a experimentar aquella ligera
desazón, aquella absurda sensación de que alguien la manipulaba. Aquel cable que se
soltó del terminal sin más ni más…
Sólo para retrasarla lo suficiente para…
Se echó a reír nerviosamente. Lo suficiente, ¿para qué?
«Para que sucediera lo irrevocable.»
Qué estupidez. Era ridículo. No obstante, Rachel dio más gas al coche.
A las cinco, mientras Jud trataba de esquivar un bisturí robado del maletín de su
buen amigo, el doctor Louis Creed, y mientras su hija despertaba erguida en la cama,
chillando bajo los efectos de una pesadilla que, por fortuna para ella, no podría
recordar después, Rachel salió de la autopista por el desvío de Hammond Street que
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