Page 322 - Cementerio de animales
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¿Creías que no vendría a tomarme el desquite?
               Jud levantó el cuchillo.
               Adelante, sácala ya, quienquiera que seas, y veremos quién jode a quién.

               —Norma ha muerto, y no tienes a nadie que te llore —dijo Gage—. Pero ella era
           una puta barata. Se acostaba con todos tus amigos, Jud, y dejaba que se la metieran
           por el culo. Era como más le gustaba. Ahora está en el infierno, con artritis y todo. Yo

           la vi allí, Jud. Yo la vi.
               La figura avanzó dos pasos, dejando unas huellas de barro en el gastado linóleo.
           Traía una mano tendida y la otra escondida a la espalda.

               —Escucha,  Jud  —susurró.  Y  abrió  la  boca,  enseñando  sus  blancos  dientes  de
           leche. Y, a pesar de que los labios no se movían, salió la voz de Norma.
               —¡Me reía de ti! ¡Todos nos reíamos de ti! Nos reíiiiiiamos…

               —¡Basta! —El cuchillo le temblaba en la mano.
               —Lo hacíamos en tu cama, Herk y yo lo hicimos y lo hice con George y con

           todos. Yo sabía lo de tus putas, pero tú no sospechabas que te habías casado con una.
           ¡Cómo nos reíamos, Jud! Follábamos todos juntos y nos reíiiiiiamos de…
               —¡BASTA!  —gritó  Jud  abalanzándose  sobre  la  pequeña  figura  del  traje  de
           amortajar sucio, y fue entonces cuando el gato salió de la oscuridad, de debajo del

           banco donde estaba escondido. Bufaba con las orejas aplastadas contra el cráneo, y
           derribó  a  Jud  limpiamente.  El  cuchillo  le  salió  disparado  de  la  mano  y  resbaló

           rodando por el gastado linóleo. El asa tropezó con la pata de la mesa y se deslizó
           debajo del frigorífico.
               Jud comprendió que le habían engañado otra vez, y su único consuelo fue que
           ésta sería la última. El gato estaba encima de sus piernas, con la boca abierta, los ojos

           llameantes  y  silbando  como  una  tetera.  Y  Gage  se  le  vino  encima,  con  una  negra
           sonrisa de alegría, los ojos rasgados y ribeteados de rojo. Entonces sacó la mano que

           llevaba  a  la  espalda,  y  Jud  vio  que  aquella  mano  sostenía  un  bisturí  sacado  del
           maletín de Louis.
               —¡Ay,  Jesús!  —exclamó  Jud,  levantando  la  mano  derecha  para  protegerse  del
           golpe. Y entonces se produjo una ilusión óptica, sin duda se había vuelto loco, porque

           parecía que el bisturí estaba en uno u otro lado de su mano a la vez. Entonces algo
           caliente empezó a gotearle en la cara, y Jud comprendió.

               —¡Voy  a  follar  contigo,  viejo!  —gritaba  el  engendro  echándole  a  la  cara  su
           aliento nauseabundo—. Voy a follar contigo, a follar contigo… ¡Cuanto quiera!
               Jud se debatió y agarró a Gage por la muñeca, pero se quedó con la piel en la

           mano.
               El bisturí fue retirado violentamente, dejándole una herida vertical.
               —¡CUANTO… QUIERA!

               El bisturí cayó sobre Jud otra vez.




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