Page 327 - Cementerio de animales
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aquello parecía…, parecía preparado, como si alguien quisiera que ella estuviera allí
           y…
               Y entonces se oyó un quejido en el piso de arriba, un quejido bajo y dolorido: era

           la voz de Jud, sin duda. «Se ha caído en el cuarto de baño, o ha tropezado con algo y
           se ha roto una pierna o la cadera. Los viejos tienen los huesos frágiles, y tú qué estás
           haciendo aquí, mujer, moviendo el cuerpo como si tuvieras ganas de ir al lavabo. Eso

           que  el  gato  tenía  en  el  pelo  era  sangre.  ¡Jud  se  ha  hecho  daño  y  tú  te  quedas  ahí
           plantada! ¿Qué te pasa?»
               —¡Jud!

               Volvió a oírse el quejido y ella subió la escalera corriendo.
               Rachel  nunca  había  estado  en  el  piso  de  arriba.  La  única  ventana  del  pasillo
           estaba orientada a poniente y entraba todavía muy poca luz. El pasillo discurría junto

           al  hueco  de  la  escalera  hacia  la  parte  trasera  de  la  casa,  y  la  barandilla  de  cerezo
           relucía levemente con fina elegancia. En la pared había un grabado de la Acrópolis

           y…
               ("es Zelda, que durante todos estos años ha, estado persiguiéndote y ahora abrirá
           una puerta y allí estará, jorobada y oliendo a meados y a muerte, es Zelda que ha
           llegado su hora y por fin te tiene en su poder")

               … la voz volvió a quejarse levemente, detrás de la segunda puerta de la derecha.
               Rachel se dirigió hacia la puerta. Sus tacones repicaban en el suelo de madera. Le

           parecía que entraba en otra dimensión, pero no era una dimensión de tiempo ni de
           espacio, sino de tamaño. Estaba encogiéndose. El cuadro de la Acrópolis estaba cada
           vez más alto, y aquel picaporte de cristal tallado le quedaba casi a la altura de los
           ojos. Su mano se acercó a él… pero, antes de que pudiera tocarlo, la puerta se abrió

           bruscamente.
               Zelda estaba allí.

               Su  cuerpo  estaba  tan  atrozmente  contrahecho  que  parecía  el  de  una  enana  de
           menos de setenta centímetros y, por una razón inexplicable, llevaba el mismo traje
           con el que habían enterrado a Gage. Pero era Zelda, desde luego, que la miraba con
           una  alegría  malsana  en  su  cara  lívida;  Zelda  que  gritaba:  «Por  fin  he  venido  a

           buscarte, Rachel, y voy a retorcerte la espalda y nunca más te levantarás de la cama,
           NUNCA MÁS TE LEVANTARÁS DE LA CAMA…»

               Church estaba subido a sus hombros, y entonces la cara de Zelda se transformó, y
           Rachel, muda de horror, vio que no era Zelda —¡qué estúpida equivocación!—, sino
           Gage. Y su cara no estaba lívida, sino sucia, manchada de sangre. Y terriblemente

           hinchada, como si hubiera sido destrozada y luego recompuesta por unas manos rudas
           e indiferentes.
               Ella gritó su nombre y abrió los brazos. Él corrió hacia ella con una mano en la

           espalda, como si escondiera un ramo de flores que hubiera recogido en el prado de un




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