Page 325 - Cementerio de animales
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discurría cerca del cementerio donde un azadón era lo único que estaba enterrado en
el ataúd de su hijo, y cruzó el puente de Bangor-Brewer. A las cinco y cuarto, estaba
en la carretera 15, rumbo a Ludlow.
* * *
Iría directamente a casa de Jud. Por lo menos, cumpliría aquella parte de su
promesa. El Civic no estaba en la avenida del jardín, de todos modos. Claro que
podía estar en el garaje. Pero la casa parecía abandonada. No había indicio alguno de
que Louis hubiera vuelto.
Rachel aparcó detrás de la furgoneta de Jud y se apeó del Chevette mirando en
derredor con precaución. El rocío centelleaba en la hierba a la luz diáfana de la
mañana. Cantó un pájaro, pero enmudeció enseguida. En las contadas ocasiones en
que, desde la adolescencia, había estado levantada a aquella hora del amanecer sin
motivo justificado, Rachel siempre experimentó una sensación de soledad y
exaltación a la vez: un sentimiento paradójico de continuidad y renovación. Pero, esta
mañana, no sentía nada tan limpio y puro. Sólo aquella vaga inquietud que no podía
atribuir por completo a las últimas y terribles veinticuatro horas y a su reciente
desgracia.
Subió las escaleras del porche y abrió la puerta mosquitera, y se dispuso a tocar el
timbre. Recordaba que le encantó aquel timbre la primera vez que fue con Louis a
casa de los Crandell; lo hacías girar hacia la derecha y emitía un sonido fuerte pero
armonioso, anacrónico pero encantador.
Acercó la mano al timbre, pero entonces miró al suelo del porche y frunció el
entrecejo. Había barro en la alfombra. Eran huellas de pisadas que venían desde la
puerta mosquitera hasta allí. Huellas pequeñas. Al parecer, de pisadas de niño. Pero
ella había viajado toda la noche y sabía que no había llovido. Viento, pero lluvia no.
Se quedó mirando las huellas mucho rato —en realidad, demasiado— y descubrió
que tenía que hacer un esfuerzo para acercar la mano al timbre. Lo asió… y luego
retiró la mano.
«Lo que ocurre es que me resisto a tocar el timbre con este silencio.
Probablemente, él se habrá acostado a pesar de todo y tal vez le dé un susto…»
Pero no era eso lo que ella temía. Estaba nerviosa y un poco asustada desde que
se dio cuenta de que era incapaz de mantenerse despierta; pero este miedo de ahora
era distinto y se lo provocaban aquellas pisadas. «Unas pisadas que eran del
tamaño…»
Su cerebro trató de bloquear el pensamiento, pero estaba cansado y torpe.
«… de los pies de Gage.»
«Oh, basta, ¿es que no puedes dejar eso?»
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