Page 321 - Cementerio de animales
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Sonó un maullido espeluznante y a Jud le pareció que los huesos se le convertían
en hielo. Aquello no era el hijo de Louis que regresaba de la tumba sino un repulsivo
demonio…
No; tampoco.
Era Church que estaba agazapado en la puerta del pasillo. Los ojos del gato
relucían como dos bombillas sucias. Luego, Jud volvió la mirada hacia el otro lado y
distinguió la figura que había entrado con el gato.
Jud empezó a retroceder, tratando de coordinar ideas, tratando de seguir
razonando, a pesar de aquel olor. Y qué frío hacía ahora. Aquello había traído el frío
consigo.
Jud se tambaleó —el gato se le enredaba entre las piernas haciéndole vacilar.
Estaba ronroneando. Jud lo apartó de un puntapié. El animal le enseñó los dientes y
lanzó un bufido.
«¡Piensa, piensa, viejo estúpido! Tal vez aún no sea tarde… Tal vez no sea tarde,
a pesar de todo… ha vuelto, pero puede morir otra vez… Si tú pudieras… si pudieras
pensar…»
Retrocedía hacia la cocina, y entonces recordó el cajón de utensilios que había al
lado del fregadero. Guardaba una media luna en aquel cajón.
Sus delgados tobillos tropezaron con la puerta oscilante de la cocina. Jud la abrió.
La cosa que había entrado en la casa seguía escondida entre las sombras, pero Jud la
oía respirar. Y veía oscilar una mano blanca: había algo en aquella mano, pero él no
distinguía el qué. La puerta volvió a cerrarse cuando él entró en la cocina y, por fin,
Jud se volvió de espaldas a ella y corrió hacia el cajón de utensilios. Lo abrió y su
mano encontró el gastado mango de madera de la media luna. Lo asió con fuerza y se
volvió hacia la puerta, y hasta dio unos pasos hacia ella. Había recobrado parte de su
valor.
«Recuerda que no es un niño. Puede que grite o intente algún truco cuando vea
que le has descubierto, y hasta llore. Pero tú no te dejes engañar. Bastantes veces te
han engañado ya, viejo. Es tu última oportunidad.»
La puerta oscilante volvió a abrirse, pero de momento sólo entró el gato. Jud lo
miró y enseguida volvió a levantar la vista.
La cocina estaba orientada al este y por las ventanas entraba la primera luz del
amanecer, débil y grisácea. No era mucha, pero suficiente. Demasiada.
Entró Gage Creed, con el traje del entierro. Tenía musgo en las solapas y los
hombros y en la pechera de la camisa. Su pelo rubio tenía costras de barro. Tenía un
ojo vuelto hacia la pared con terrible concentración. El otro estaba fijo en Jud.
Gage le sonreía ampliamente.
—Hola, Jud —dijo Gage con una voz fina e infantil, pero perfectamente
inteligible—. He venido a mandar al infierno tu cochina alma. Una vez me jodiste.
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