Page 187 - El cazador de sueños
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Ahora, su principal inquietud ni siquiera era la pierna. Tenía mucho frío, y, a medida
que avanzaba a codazos, impulsándose con la pierna sana (que se le cansaba deprisa),
empezaron a recorrerle el cuerpo unos escalofríos muy intensos. Faltaban menos de
cincuenta metros para llegar a la hoguera medio extinta.
La mujer ya no estaba encima de la lona, sino tendida al otro lado del fuego,
como si hubiera querido arrastrarse hasta la leña sobrante y a medio camino se
hubiera derrumbado.
—Hola, guapa. Ya he vuelto —jadeó Pete—. Me ha molestado un poco la rodilla,
pero aquí me tienes. Y no te quejes, Becky, que lo de la rodilla de los cojones es
culpa tuya, ¿vale? ¿Te llamas así? ¿Becky?
Quizá, pero la mujer no contestó. Seguía de espaldas, mirando fijamente hacia
arriba. Pete sólo le veía uno de los dos ojos, sin saber si era el mismo de antes. Ya no
le parecía que diera tanto repelús, pero quizá se debiera a que ahora tenía otras
preocupaciones. Por ejemplo el fuego. Empezaba a parpadear, pero tenía un buen
lecho de brasas, y Pete pensó que aún estaba a tiempo. Un poco de leña, dar caña a la
hoguerita, y luego a descansar con su novieta, Becky (pero no contra el viento, por
favor, que los pedos de la tía eran para morirse). Y a esperar que apareciera Henry.
No sería la primera vez que Henry le sacara las castañas del fuego.
Pete fue a rastras hacia la mujer y el montoncito de leña que tenía detrás, y al
acercarse (bastante para volver a captar el olor químico a éter) comprendió el motivo
de que ya no le diera repelús el ojo. Se había quedado sin vida. El ojo y toda ella. Se
había muerto mientras daba la vuelta a la hoguera. La costra de nieve que tenía
alrededor de la cintura y las caderas se había puesto granate.
Se incorporó en sus brazos doloridos y la observó unos instantes, pero su interés
por ella, viva o muerta, no era muy superior a la curiosidad pasajera que le había
inspirado el funcionamiento inverso de su reloj. Lo que quería era coger un poco de
leña y calentarse. Quizá dentro de un mes, cuando estuviera sentado en el salón de su
casa con la rodilla enyesada y una taza de café bien caliente en la mano.
Logró llegar hasta la leña. Sólo quedaban cuatro troncos, pero eran grandes.
Quizá Henry volviera antes de que se hubieran consumido, y fuera a recoger algunos
más antes de salir en busca de ayuda. El bueno de Henry. En la época de las lentillas
y la cirugía láser, él seguía con sus gafótas de concha, pero se podía contar con él.
El cerebro de Pete quiso volver al Scout, meterse a gatas en el Scout y oler la
colonia que Henry, de hecho, no llevaba, pero Pete se lo prohibió. Por ahí no paso,
que decía la gente, como si la memoria fuera un espacio geográfico. Basta de
colonias fantasmas y de recuerdos de Duddits. Bastantes problemas tenía.
Alimentó la hoguera rama por rama hasta agotar la leña. La arrojaba de lado, con
cierta rigidez. Pese al dolor de rodilla, disfrutó del espectáculo de las nubes de
chispas subiendo hasta el tejado de cinc del cobertizo y formando remolinos antes de
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