Page 182 - El cazador de sueños
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estuviera Alfie… o mejor alguno de los chicos. Por supuesto que ya no tenían edad
           para que les llamara así. El único que seguía siendo un chico era Duddits: el síndrome
           de  Down  le  había  convertido  en  Peter  Pan,  y  pronto  moriría  en  el  país  de  Nunca

           Jamás.
               —¡Ya voy, Duddie! —gritó Roberta.
               Era verdad, iba deprisa por el pasillo que llevaba al dormitorio de atrás, pero se

           notaba  vieja,  con  el  corazón  dando  brincos  contra  las  costillas  como  si  tuviera
           escapes, y la artritis asestándole pinchazos en las caderas. Para ella no había país de
           Nunca Jamás que valiera.

               —¡Ya voy! ¡Ya viene mamá!
               Lloraba, lloraba como si le hubieran desgarrado el corazón. El primer grito de
           dolor lo había dado al cepillarse los dientes y ver que le sangraban las encías, pero

           nunca  había  chillado  así,  y  ya  hacía  años  que  no  lloraba  de  aquella  manera  tan
           desesperante, que taladraba los tímpanos y se clavaba en el cerebro.

               —¿Qué pasa, Duddie?
               Roberta  irrumpió  en  la  habitación  y  le  miró  con  los  ojos  muy  abiertos,  tan
           convencida de que era una hemorragia que al principio hasta vio sangre; pero Duddits
           sólo se balanceaba en su cama reclinable de hospital, con las mejillas empapadas de

           lágrimas. Sus ojos verdes tenían el mismo brillo de antes, pero era el único color que
           le  quedaba.  Tampoco  le  quedaba  pelo,  aquel  pelo  rubio  tan  bonito  que  a  Roberta

           siempre le había recordado a Art Garfunkel de joven. La floja luz de invierno que
           entraba por la ventana le hacía brillar la calva, hacía brillar la hilera de frascos de la
           mesita de noche (pastillas para la infección, pastillas para el dolor, pero ninguna que
           evitara lo que le estaba pasando, o que lo retrasara) y hacía brillar el poste del gota a

           gota, que ahora no se usaba, pero que poco tardaría en volver a funcionar.
               Sin  embargo,  no  se  observaba  ningún  cambio  a  peor,  nada  que  justificase  la

           expresión de dolor casi grotesca de la cara de Duddits.
               Roberta se sentó al lado de su hijo, le sujetó la cabeza para que no la sacudiera y
           se la apoyó en el pecho. No se le calentaba la piel de ninguna manera, ni estando tan
           nervioso; su sangre, exhausta y moribunda, era incapaz de infundir calor a su cara.

           Roberta  se  acordó  de  haber  leído  Drácula  en  el  instituto;  se  acordó  de  cuando  se
           acostaba, apagaba la luz y se le llenaba la habitación de sombras, haciendo que el

           miedo, tan agradable durante la lectura, lo fuera bastante menos. También se acordó
           de su alivio por que en el mundo real no hubiera vampiros, aunque ahora matizase
           esa opinión. Como mínimo había uno, y bastante más terrorífico que cualquier conde

           transilvano; no se llamaba Drácula, sino leucemia, y no se le podía clavar ninguna
           estaca en el corazón.
               —Duddits, Duddits, cielo, ¿qué te pasa?

               Y  Duddits,  apoyado  en  su  pecho,  lo  dijo  con  un  grito,  haciéndole  olvidar  los




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