Page 177 - El cazador de sueños
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No  le  conocía  de  nada,  y  sin  embargo  le  era  familiar.  Jonesy  había  visto
           representaciones suyas en centenares de programas televisivos sobre «misterios sin
           explicar», en mil portadas de periódicos sensacionalistas (de los que, cuando estabas

           prisionero  en  el  supermercado,  haciendo  cola  en  la  caja,  te  agredían  la  vista  con
           titulares terroríficos, pero tan exagerados que daban risa), en películas como E.T. y
                                                                 [4]
           Encuentros en la tercera fase… El señor Gray,   presencia fija en Expediente X.
               En  algo  acertaban  todas  las  versiones:  en  los  ojos,  unos  ojos  negros  y  muy
           grandes,  idénticos  a  los  de  la  cosa  que  había  salido  a  mordiscos  por  el  culo  de

           McCarthy. Tampoco se equivocaban mucho en la boca, mera ranura, mientras que la
           piel gris formaba pliegues fláccidos, como la de un elefante a punto de morirse de
           viejo. Los pliegues supuraban chorros lentos de una sustancia amarillenta que parecía

           pus,  y  que  era  la  misma  que  salía  como  lágrimas  de  las  comisuras  de  los  ojos,
           completamente  inexpresivos.  En  el  suelo  de  la  sala  principal  había  manchas  y
           pequeños charcos del mismo líquido, formando un reguero que cruzaba la alfombra

           navajo, debajo del atrapasueños, y llegaba hasta la puerta de la cocina, que era por
           donde había entrado el ser. ¿Cuándo había llegado? ¿Había esperado fuera, viendo
           correr a Jonesy desde el cobertizo de la motonieve a la puerta trasera con el rollo

           inútil de cinta aislante en la mano?
               Jonesy no lo sabía. Sólo sabía que el señor Gray estaba muriéndose, y que era
           necesario pasar al lado de él, porque el bicho del lavabo acababa de caerse al suelo

           con un impacto sordo. Ahora intentaría darle caza.
               —Marcy —dijo el señor Gray.
               Lo pronunció de manera impecable, aunque no se moviera el rudimento de boca.

           Jonesy oyó el nombre en medio de la cabeza, justo donde siempre había oído llorar a
           Duddits.
               —¿Qué quiere?

               La  cosa  del  lavabo  serpenteó  entre  sus  pies,  pero  Jonesy  le  prestó  muy  poca
           atención. Tampoco le hizo caso cuando se enroscó entre los pies del hombre gris,
           descalzos y sin dedos.

               «Basta, por favor», dijo el señor Gray dentro de la cabeza de Jonesy.
               Era el clic. No, más: la línea. A veces se veía y otras se oía, como cuando había
           oído los pensamientos de culpabilidad de Defuniak. «No lo aguanto; que me pongan

           una inyección. ¿Dónde está Marcy?»
               Aquel  día  me  buscaba  la  Muerte,  pensó  Jonesy;  falló  en  la  calle  y  falló  en  el
           hospital, aunque sólo fuera por una o dos habitaciones, y desde entonces me busca.

           Al final me ha encontrado.
               Entonces explotó la cabeza de la cosa, se abrió entera y soltó una nube anaranjada

           de partículas con olor a éter.
               Jonesy las respiró.




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