Page 179 - El cazador de sueños
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           A sus cincuenta y ocho años, viuda y con todo el pelo gris (aunque conservaba su
           aspecto  de  pajarillo;  en  eso  no  había  cambiado,  ni  en  su  predilección  por  los

           estampados de flores), la madre de Duddits estaba sentada delante de la tele en el piso
           donde vivían ella y su hijo, una planta baja en West Derry Acres. La casa de Maple
           Street  la  había  vendido  a  la  muerte  de  Alfie,  su  marido;  no  porque  no  pudiera

           mantenerla, puesto que Alfie le había dejado mucho dinero, y para mayor holgura
           tenía una participación en la empresa importadora de componentes automovilísticos

           creada por su marido en 1975, sino porque era demasiado grande, y la sala de estar
           donde ella y Duddits pasaban la mayor parte del día estaba rodeada por demasiados
           recuerdos.  Arriba  estaba  el  dormitorio  donde  ella  y  Alfie  dormían,  hablaban,
           proyectaban el futuro y hacían el amor. Abajo estaba el cuarto de jugar donde tanto

           tiempo  habían  pasado  Duddits  y  sus  amigos.  Para  Roberta,  los  amigos  de  su  hijo
           habían sido un regalo del cielo, cuatro ángeles de corazón bondadoso, cuatro ángeles

           malhablados y lo bastante ingenuos para esperar convencerla de que cuando Duddits
           decía «oño» intentaba decir Toño, nombre (decían muy en serio) del nuevo cachorro
           de Pete. Ella, como era natural, había fingido creérselo.
               Demasiados  recuerdos,  demasiados  fantasmas  de  días  más  felices,  sobre  todo

           desde que se había puesto enfermo Duddits. Ya hacía dos años que lo estaba, aunque
           no lo supieran sus amigos. Por dos motivos: que ya no venían a verle y que Roberta

           no se había atrevido a coger el teléfono y llamar a Beaver, el cual se lo habría contado
           a los demás.
               Ahora estaba sentada delante de la tele, donde el equipo local de informativos,
           cansado de interrumpir cada dos por tres el serial de la tarde, se había decidido a

           invadir del todo la programación. Roberta escuchaba las noticias con una mezcla de
           miedo y fascinación por lo que pudiera estar ocurriendo arriba en el norte. Lo más

           angustioso  era  que  no  acabara  de  saberse  ni  el  contenido  ni  el  alcance  real  del
           problema. En una zona apartada de Maine, unos doscientos cincuenta kilómetros al
           norte de Derry, habían desaparecido varios cazadores, quizá hasta doce. Hasta ahí,

           todo claro. Roberta no habría puesto la mano en el fuego, pero estaba casi segura de
           que los reporteros se referían a Jefferson Tract, que era donde iban a cazar los chicos,
           y de donde volvían con historias sangrientas que a Duddits le fascinaban tanto como

           le asustaban.
               ¿Era posible que a los cazadores se los hubiera llevado el paso de una zona de
           bajas presiones, la misma que había dejado quince o veinte centímetros de nieve en la

           región? Tal vez. Nadie se atrevía a asegurarlo, si bien estaba comprobado que en la
           zona  de  Kineo  había  desaparecido  una  partida  de  cuatro  cazadores.  Aparecieron
           brevemente  sus  rostros  en  pantalla,  mientras  se  recitaban  sus  apellidos  con



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