Page 176 - El cazador de sueños
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Jonesy no tendría más remedio que ver los colmillos que le habían arrancado a su
           amigo la nariz de la cara.
               Fue  lo  que  le  hizo  asimilarlo  del  todo:  Beaver  estaba  muerto.  Su  amigo  de

           infancia.
               —¡Le  has  matado!  —espetó  a  la  cosa  que  había  al  otro  lado  de  la  puerta.  Le
           temblaba la voz de pena y miedo—. ¡Has matado a Beav!

               Le ardían las mejillas, pero no tanto como las lágrimas que empezaban a correr
           por  ellas.  Beaver  con  su  chaqueta  negra  de  cuero  («¡cuántas  cremalleras!»,  había
           dicho  la  madre  de  Duddits  al  conocerles),  Beaver  en  el  baile  de  fin  de  curso  del

           instituto, con un cebollón de cuidado y bailando a lo cosaco, con los brazos cruzados
           y dando puntapiés, Beaver en la boda de Jonesy y Carla, abrazándole y susurrándole
           al  oído  con  vehemencia:  «Tío,  que  tienes  que  ser  feliz.  Tienes  que  serlo  por  los

           cuatro.» Había sido el primer indicio de que él tampoco lo era. En el caso de Henry y
           Peter siempre había estado clarísimo, pero ¿Beav? Imposible. Y ahora estaba muerto.

           Beaver estaba medio caído en la bañera y sin nariz sobre Richard McCarthy, con su
           «mira que estoy a la puerta y llamo» de los huevos.
               —¡Le has matado, cabrón de mierda! —gritó con todas sus fuerzas a los bultos de
           la madera (antes eran seis y ahora nueve; no, coño, doce).

               Se habría dicho que la furia de Jonesy sorprendió a la cosa, porque la presión
           sobre  el  pomo  volvió  a  reducirse.  Jonesy  miró  alrededor  con  ojos  de  desquiciado,

           buscando  algo  que  pudiera  servirle,  pero  no  encontró  nada.  Entonces  miró  hacia
           abajo  y  vio  el  rollo  de  cinta  aislante.  Quizá  pudiera  agacharse  y  cogerlo,  pero  ¿y
           luego? Para desenrollarla le harían falta las dos manos, más los dientes para cortarla,
           y suponiendo que el bicho le diera tiempo, que ya era suponer, ¿de qué serviría, si la

           presión era tan fuerte que a Jonesy le costaba sujetar el pomo?
               Que  volvía  a  girar.  Jonesy,  gimiendo,  lo  retuvo  de  su  lado,  pero  empezaba  a

           cansarse; la adrenalina, en sus músculos, perdía vigor y se volvía plomo; tenía las
           palmas más resbaladizas que antes, y el olor a éter se destacaba más, era como más
           puro, menos contaminado por los residuos y gases del cuerpo de McCarthy. ¿Cómo
           podía ser tan fuerte en aquel lado de la puerta? ¿Cómo, a menos que…?

               En el medio segundo que debió de transcurrir antes de que se partiera la varilla
           que conectaba los pomos interno y externo de la puerta del lavabo, Jonesy se fijó en

           que había menos luz: sólo un poco menos, como si alguien se le hubiera colocado
           detrás, interponiéndose entre él y la luz, entre él y la puerta trasera…
               La varilla se partió. El pomo que tenía Jonesy en la mano se soltó, y la puerta

           cedió  un  poco  movida  por  el  peso  de  aquella  especie  de  anguila  que  se  le  había
           pegado.  Jonesy  pegó  un  grito  y  soltó  el  pomo,  que  chocó  con  el  rollo  de  cinta  y
           rebotó.

               Se volvió para salir corriendo, y vio al hombre gris.




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