Page 172 - El cazador de sueños
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húmedo,  frío  y  pesado,  como  una  alfombra  enrollada  y  dotada  de  respiración.  De
           repente la cosa comenzó a emitir un ruido agudo y febril como de pájaro, aunque se
           parecía más al de un mono rabioso.

               Beaver volvió a gritar, se arrastró boca abajo hacia la puerta y se colocó a cuatro
           patas, intentando sacudírsela de encima. Entonces volvió a contraerse la cuerda de
           músculos que le ceñía las piernas, y en la bruma de dolor en que se había convertido

           su entrepierna se oyó un ruido sordo, como de reventarse algo.
               ¡Ay, Dios mío!, pensó Beav. Me parece que ha sido un cojón.
               Chillando, sudando y humedeciéndose los labios, Beaver hizo lo único que se le

           ocurría: rodar con todo el cuerpo para ver si aplastaba al engendro entre la espalda y
           las  baldosas.  La  cosa  le  trinó  en  plena  oreja,  dejándole  medio  sordo,  y  empezó  a
           retorcerse  como  loca.  Beaver  se  apoderó  de  la  cola  que  tenía  enroscada  entre  las

           piernas, y que en su extremo era lisa y sin pelos, aunque debajo tenía pinchos, como
           si estuviera recubierta de ganchos de pelos amazacotados. Estaba mojada. ¿De agua?

           ¿De sangre? ¿De ambas cosas?
               —¡Ahhh!  ¡Ahhh!  ¡Suelta!  ¡Suelta,  bicho  de  mierda!  ¡Mis  huevos,  joder!  ¡Me
           cago en…!
               No tuvo tiempo de coger la base de la cola con ninguna mano, porque una boca

           llena de agujas le mordió un lado del cuello. Beaver se incorporó con un bramido, y
           de repente la cosa ya no estaba. Beaver intentó levantarse. Tuvo que ayudarse con las

           manos,  porque  en  las  piernas  no  tenía  fuerza,  pero  le  resbalaban  constantemente.
           Ahora, en las baldosas, además de la sangre de McCarthy, corría el agua turbia de la
           cisterna rota del váter, con el resultado de que el suelo era una pista de patinaje.
               Al  final  consiguió  ponerse  de  pie,  y  entonces  vio  algo  pegado  al  marco  de  la

           puerta, a media altura. Parecía una especie de comadreja rarísima, sin patas pero con
           una cola gruesa y de color entre rojizo y dorado. No tenía cabeza de verdad, sino una

           especie de bulto de aspecto viscoso con dos ojos negros de mirada enloquecida.
               La parte inferior del bulto se dividió en dos, dejando a la vista un nido de dientes.
           La cosa se lanzó sobre Beaver como una serpiente, dándole un latigazo con el bulto,
           mientras  la  cola  sin  pelos  se  quedaba  enroscada  en  el  marco  de  la  puerta.  Beaver

           chilló y se protegió la cara con la mano. Tres de los cuatro dedos (todos menos el
           meñique) desaparecieron. No dolía, a menos que lo enmascarara el dolor del testículo

           reventado. Beaver intentó apartarse, pero le chocaron las corvas con la taza del váter
           roto. No había escapatoria.
               ¿McCarthy tenía eso dentro?, pensó Beaver. Tuvo el tiempo justo de hacerse la

           pregunta. ¿Lo tenía dentro?
               Entonces la cosa desenroscó la cola, o tentáculo, o lo que fuera, y saltó sobre él.
           La mitad superior de su cabeza rudimentaria era toda ojos negros, rabiosos y necios,

           y la inferior un manojo de agujas de hueso. Muy lejos, como en otro universo donde




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