Page 171 - El cazador de sueños
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           La madre de Beaver siempre le había dicho que se moriría por culpa de los palillos,
           pero jamás había imaginado nada así.

               Mientras estaba sentado en la tapa del váter, Beaver quiso entretenerse mordiendo
           un palillo, y lo buscó en el bolsillo de la pechera del mono, pero no había ninguno:
           estaban desperdigados por el suelo. Dos o tres no estaban manchados de sangre, pero

           para cogerlos había que levantarse un poco de la taza. Levantarse e inclinarse.
               Beaver se lo pensó. Jonesy le había dicho que no se levantara, pero seguro que la

           cosa  del  váter  ya  se  había  marchado.  «¡Inmersión!»,  decían  en  las  películas  de
           submarinos.  Y,  aunque  siguiera  dentro,  sólo  había  que  levantar  el  culo  uno  o  dos
           segundos. Si saltaba lo de dentro, Beaver volvería a ejercer todo su peso, y de paso
           quizá le partiera su cuellecito viscoso (suponiendo que tuviera, por descontado).

               Dirigió a los palillos una mirada anhelante. Había tres o cuatro cerca, tanto que
           bastaba con estirar el brazo, pero Beaver no pensaba meterse en la boca palillos con

           sangre,  y  menos  teniendo  en  cuenta  de  dónde  procedía.  También  había  algo  más:
           aquella especie de pelusa rara que crecía en la sangre y entre las baldosas. Ahora la
           veía más clara que antes. En algunos palillos también había… pero no en los que se
           habían  caído  sin  mancharse  de  sangre.  Estos  últimos  estaban  limpios  y  blancos,  y

           Beaver nunca había sentido una necesidad tan imperiosa de procurarse el consuelo de
           algo en la boca, de un trocito de madera que roer.

               —¡Qué coño! —murmuró, inclinándose y tendiendo los brazos.
               Estiró los dedos al máximo, pero se quedó a unos centímetros del mondadientes
           que estaba más cerca. Entonces flexionó la musculatura de los muslos, y se le separó
           el culo de la tapa del váter. Justo cuando se cerraban los dedos sobre el palillo (¡ya te

           tengo!), la tapa del váter sufrió un golpe, un fortísimo impacto que la estampó contra
           los huevos de Beaver, vulnerables a causa de la postura, y transmitió el empujón a

           todo el cuerpo. Beaver se cogió a la cortina, como último intento para conservar el
           equilibrio,  pero  la  barra  se  desprendió  con  un  ruido  metálico  de  anillas
           entrechocando.  Le  resbalaron  las  botas  en  la  sangre,  y  cayó  de  bruces  como  si  se

           hubiera  desencadenado  el  mecanismo  de  un  asiento  de  eyección.  Oyó  que  a  sus
           espaldas la tapa del váter giraba en sus goznes con tal brutalidad que resquebrajó la
           cisterna de porcelana.

               En  la  espalda  de  Beaver  cayó  algo  húmedo  y  pesado.  Se  le  enroscó  entre  las
           piernas  algo  cuyo  tacto  se  parecía  al  de  una  cola,  un  gusano  o  un  tentáculo
           segmentado y con músculos, y que sometió a sus huevos, que ya le dolían de antes, a

           un  abrazo  de  pitón,  cada  vez  más  estrecho.  Beaver,  levantando  la  barbilla  de  las
           baldosas manchadas de sangre (que le dejaron la marca de su entramado), chilló con
           los ojos desorbitados. Sentía el peso de la cosa desde la nuca a la base de la espalda,



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