Page 166 - El cazador de sueños
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asombro.
               —No, no, en absoluto —dice—. Se acuerda. No digo que como tú y yo, pero
           tiene  memoria.  Seguro  que  esta  noche  tiene  pesadillas,  y  cuando  entremos  en  su

           cuarto, yo y su padre, no podrá explicarlas. Es lo que le afecta más: no poder contar
           lo que ve, lo que piensa y lo que siente. Le falta vocabulario.
               Suspira.

               —En todo caso, los que no se olvidarán son los que se han metido con él. ¿Y si le
           esperan? ¿Y si os esperan a vosotros?
               —Sabemos cuidarnos —dice Jonesy con voz firme pero mirada huidiza.

               —No lo niego —contesta ella—, pero ¿y Duddits? Claro que siempre tengo la
           posibilidad de acompañarle al colegio, como antes. Supongo que tendré que volver a
           hacerlo, al menos una temporada, pero ¡le gusta tanto volver a casa solo!

               —Porque se siente mayor —dice Pete.
               Ella estira el brazo por encima de la mesa y le toca la mano, haciendo que se

           ruborice.
               —Exacto. Porque se siente mayor.
               —¿Sabe  qué  le  digo?  —interviene  Henry—.  Que  podríamos  acompañarle
           nosotros. Vamos todos al mismo colegio, al medio, y desde Kansas Street sólo es un

           salto.
               Roberta  Cavell,  la  menuda  Roberta,  con  su  aspecto  de  pájaro  y  su  vestido

           estampado, se queda sentada y mira a Henry atentamente, como esperando la gracia
           del chiste.
               —¿Le parece bien, señora Cavell? —le pregunta Beaver—. Por nosotros perfecto,
           aunque si no quiere…

               La cara de la señora Cavell experimenta un proceso complicado, con profusión de
           temblores, sobre todo debajo de la piel. Casi guiña un ojo, y luego el otro, sin casi. Se

           saca un pañuelo del bolsillo y se suena. Piensa Beaver: está haciendo un esfuerzo
           para no reírsenos en la cara. Cuando se lo diga a Henry de camino a casa (después de
           separarse de Jonesy y Pete), Henry le mirará con la mayor de las sorpresas y dirá: «El
           esfuerzo lo hacía para no llorar.» Luego añadirá, pero con tono afectuoso: «Tarugo.»

               —¿Lo  decís  en  serio?  —pregunta  ella;  y,  viendo  asentir  a  Henry  en
           representación de los cuatro, añade otra pregunta—: ¿Por qué?

               Henry mira alrededor, como queriendo decir: «Esto que lo conteste otro.»
               Pete dice:
               —Es que nos cae bien, señora.

               Jonesy asiente.
               —A  mí  me  gusta  la  manera  que  tiene  de  ponerse  la  fiambrera  encima  de  la
           cabeza…

               —Sí, es la hostia —dice Pete.




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