Page 163 - El cazador de sueños
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           —¿Jonesy? —dijo Beaver.
               No hubo respuesta. ¡Caray, ya se le hacía larga la ausencia de Jonesy! Debía de

           ser una falsa impresión, pero Beaver no podía comprobarlo, porque por la mañana se
           había olvidado de ponerse el reloj. ¡Qué burro! En fin, siempre lo había sido. Como
           para haberse acostumbrado. En comparación con Jonesy y Henry, tanto él como Pete

           eran un par de burros. Lo bueno que tenían Jonesy y Henry, entre otras cosas, era que
           no se lo hacían notar.

               —Jonesy!
               Nada. Seguro que no acababa de encontrar la cinta aislante. No había que darle
           más vueltas.
               Al fondo, muy al fondo de la cabeza de Beaver, una vocecita pérfida le decía que

           la cinta no tenía nada que ver, que Jonesy había tomado las de Villadiego y le había
           dejado sentado en el váter, como Danny Glover en la peli; pero Beaver se negaba a

           escucharla, porque Jonesy no era capaz. Entre ellos, lo primero siempre había sido la
           amistad.
               Exacto, convino la malvada vocecita: «había sido». Ya no es.
               —¡Jonesy, tío! ¿Dónde estás?

               Siguió sin contestar. Quizá la cinta aislante se hubiera caído del clavo.
               Debajo tampoco se oía nada. A propósito, ¿a que era imposible que McCarthy

           hubiera cagado un monstruo en el váter? ¡La Bestia de la Taza! ¡Temblad, mortales!
           Sonaba a cuando en los programas de humor de la tele hacían parodias del cine de
           terror. Además, aunque fuera verdad, para entonces la Bestia de la Taza ya debía de
           haberse  ahogado  a  base  de  bien,  o  haberse  metido  más.  De  repente  le  volvió  a  la

           cabeza una frase de un cuento que le leían a Duddits; se lo leían por turnos, y menos
           mal que eran cuatro, porque cuando a Duddits le gustaba algo no había manera de

           que se cansara.
               «¡Lee maguiyot!», vociferaba Duddits, corriendo hacia uno de los cuatro con el
           libro  en  alto,  encima  de  la  cabeza,  como  el  primer  día  con  la  fiambrera.  «¡Lee

           maguiyot,  lee  maguiyot!»  Quería  decir  «¡Leer  McGilligot!».  Era  un  libro  que  se
           llamaba El estanque de McGilligot,  y  que  empezaba  con  dos  versos:  «Muy  tonto,
           jovencito, me pareces / si crees que en el estanque de McGilligot hay peces.» Y sin

           embargo los había, al menos en la imaginación del niño del cuento. Muchos, muchos
           peces. Y gordos.
               Dentro del váter, en cambio, no se oía movimiento. Tampoco había golpes en la

           tapa. Ya hacía rato que no. Quizá pudiera arriesgarse a mirar muy deprisa, levantar la
           tapa y volver a cerrarla en cuanto…
               Pero lo último que le había dicho Jonesy era «que no te vea levantarte», y más



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