Page 168 - El cazador de sueños
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the Wall. Al final de esos años Duddits ya no irá al Mary M. Snowe, también
conocido como «el colé de los subnormales», sino a un centro de formación
profesional donde aprenderá a hacer galletas, cambiar baterías de coche, dar cambio y
hacerse el nudo de la corbata (siempre perfecto, aunque a veces lo plante a media
camisa). Para entonces ya habrá pasado lo de Josie Rinkenhauer, un milagro que se le
habrá olvidado a todo el mundo menos a los padres de Josie, que siempre lo tendrán
grabado en la memoria. Durante los años en que le acompañen de casa al colé y del
colé a casa, Duddits pegará tal estirón que se convertirá en el más alto de los cinco,
en un adolescente larguirucho con una cara de niño de peculiar hermosura. Entonces
ya le habrán enseñado a jugar al parchís y a una versión simplificada del Monopoly.
También se habrán inventado el «juego de Duddits», y lo habrán jugado sin descanso,
con unos ataques de risa tan monumentales que Alfie Cavell (el alto del matrimonio,
aunque con la misma pinta de pájaro) se asomará varias veces desde el pie de la
escalera de la cocina (la que baja al cuarto de jugar) y, con voz de energúmeno,
querrá saber qué pasa, qué tiene tanta gracia, a ver si se lo explican. De vez en
cuando intentarán explicarle que Duddits le ha contado catorce a Henry en una carta,
o quince a Pete al revés, pero Alfie, por lo visto, no acaba de captarlo; se queda al pie
de la escalera con una parte del periódico en la mano, sonriendo con perplejidad, y al
final siempre dice lo mismo: «A ver si os troncháis con un poco más de discreción.»
Después cierra la puerta, dejando a los cinco con sus diversiones… de las cuales la
mejor era el juego de Duddits, la hostia, que habría dicho Pete. Hubo veces en que
Beaver tuvo hasta miedo de explotar de risa, y Duddits, mientras tanto, sentado en la
alfombra, al lado del tablero viejo de cribbage, con las piernas dobladas y sonriendo
como un Buda. ¡Qué pasada! Todo eso les espera, pero de momento sólo hay una
cocina, un sol inesperado y Duddits fuera empujando los columpios. Duddits, que les
ha hecho un favor tan grande apareciendo en sus vidas. Duddits, que (se dan cuenta
enseguida) no se parece en nada a las demás personas que conocen.
—No sé cómo han podido —dice Pete de repente—. ¡Con la manera que tenía de
llorar! No sé cómo han sido capaces de seguir molestándole.
Roberta Cavell le mira con tristeza.
—Los mayores no le oyen igual —dice—. Espero que no lleguéis a entenderlo.
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