Page 173 - El cazador de sueños
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quedara vida cuerda, le llamaba Jonesy por su nombre, pero llegaba tarde, demasiado
tarde.
La cosa que había estado dentro de McCarthy aterrizó en el pecho de Beaver con
un ruido de bofetada. Olía igual que los pedos de McCarthy: a éter y metano. La parte
baja de su cuerpo, un látigo de músculos, se enroscó en la cintura de Beaver. Le echó
la cabeza a la cara y le hincó los dientes en la nariz.
Gritando, aporreándola, Beaver cayó de espaldas sobre el váter. La cosa, al salir,
había hecho chocar el anillo y la tapa con la cisterna. La tapa se había quedado en
posición vertical, pero el anillo había rebotado. Beav cayó sobre él, lo partió y se
embutió en la taza por el culo, con aquella especie de comadreja apretándole la
cintura y royéndole la cara.
—¡Beaver! ¡Beav! ¿Qué…?
Beaver notó que alrededor de él la cosa se endurecía, que se ponía literalmente
tiesa como una polla en erección. Primero aumentó la presión del tentáculo en la
cintura, y luego se aflojó. La voz de Jonesy hizo que se girara la estúpida cara del
bicho, orientando hacia el recién llegado sus dos ojos negros. Beav, entonces, vio a su
viejo amigo como a través de un velo de sangre, y con la vista cada vez más débil:
Jonesy estaba en el umbral con la boca abierta, las dos manos colgando y en una de
ellas un rollo de cinta aislante (tío, que ya no hace falta, pensó Beaver). El susto, el
miedo, le habían dejado indefenso. Segundo plato para el bicho.
—¡Sal, Jonesy! —dijo Beaver con todas sus fuerzas. Le salió un ruido como de
hacer gárgaras, porque tenía la boca llena de sangre. Notó que la cosa se preparaba
para saltar, y rodeó su cuerpo con los brazos, como si fueran amantes—. ¡Sal! ¡Cierra
la puerta! ¡Qué…!
«¡Quémala! —había querido decir—. ¡Enciérrala conmigo y quémala, quémala
viva! Yo me quedo aquí con el culo metido en el puto váter, la aguanto con los dos
brazos, y si al morirme huelo cómo se achicharra, moriré contento.» Pero la cosa se
debatía demasiado, y el capullo de Jonesy no sabía hacer otra cosa que quedarse
mirando con el rollo de cinta en una mano y la boca abierta. ¡Joder con el tío! Parecía
Duddits: más tonto que la madre que lo parió, y sin posibilidades de mejora. Entonces
la cosa volvió a fijarse en Beaver, echando hacia atrás el bulto sin orejas ni nariz de
su cabeza, y antes de que se le tirara encima, y de que el mundo explotara por última
vez, Beaver tuvo tiempo de pensar algo a medias: ¡La hostia con los palillos! Mamá
siempre decía…
Una explosión de rojo, una invasión de negro y, a lo lejos, el sonido de sus
propios gritos, los últimos.
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