Page 186 - El cazador de sueños
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           Volvió  en  sí  sin  saber  cuánto  tiempo  había  permanecido  inconsciente.  Por  la  luz
           parecía que poco, pero tenía los pies insensibles, y las manos casi igual de dormidas,

           a pesar de los guantes.
               Se quedó entre de espaldas y de lado junto a la bolsa de las cervezas, sumida en
           un charco dorado en proceso de congelación.

               Ahora le dolía un poco menos la rodilla (también debía de ser efecto del frío), y
           descubrió que había recuperado la capacidad de pensar. Menos mal, porque se había

           metido en un lío del copón. Tenía que volver al cobertizo, a la hoguera, y por sus
           propios  medios.  Si  se  limitaba  a  esperar  que  pasara  Henry  con  la  motonieve,  se
           arriesgaba a quedarse hecho un carámbano; un polo de Pete al lado de una bolsa de
           botellas  rotas  de  cerveza,  gracias  por  habernos  elegido,  alcohólico  de  mierda,

           muchísimas  gracias.  Por  otro  lado,  había  que  pensar  en  la  mujer.  También  podía
           morirse, y sólo porque Pete Moore no podía vivir sin sus birritas.

               Dirigió  a  la  bolsa  una  mirada  de  asco.  No  podía  tirarla  al  bosque;  no  podía
           arriesgarse  a  que  se  le  volviera  a  despertar  la  rodilla.  Optó  por  cubrirla  de  nieve,
           como un perro enterrando su propia caca. Luego empezó a arrastrarse.
               La rodilla, por lo visto, no estaba tan insensible como parecía. Pete se apoyó en

           los dos codos y usó el pie sano para empujar, apretando los dientes y con el pelo en
           los ojos. Ahora ya no había animales. Se había acabado la estampida, y Pete estaba

           solo; solo con sus resuellos, y los gemidos sordos de dolor a cada nueva sacudida en
           la  rodilla.  Se  notaba  los  brazos  y  la  espalda  sudados,  pero  seguía  faltándole
           sensibilidad tanto en los pies como en las manos.
               Estuvo  a  punto  de  rendirse,  pero  cuando  llegó  a  la  mitad  del  tramo  recto  de

           camino  divisó  la  hoguera  que  habían  encendido  entre  él  y  Henry.  Empezaba  a
           consumirse,  pero  aún  se  veía.  Empezó  a  arrastrarse  hacia  ella,  y,  cada  vez  que  le

           chocaba la rodilla y se le repetían los calambres de dolor, intentaba proyectarlos en la
           chispa naranja de la hoguera. Quería llegar. Moverse le costaba un dolor infernal al
           cuadrado, pero ¡qué ganas tenía de llegar! No quería morirse congelado en la nieve.

               —Voy a conseguirlo, Becky —murmuró—. Voy a conseguirlo, Becky.
               Pronunció su nombre media docena de veces antes de oír que lo empleaba.
               Cuando le faltaba poco para llegar a la hoguera, se detuvo para mirar su reloj y

           frunció el entrecejo. Indicaba las 11.40, lo cual era una locura; se acordaba de haberlo
           consultado antes de emprender el regreso hacia el Scout, y entonces ponía las doce y
           veinte.  Volvió  a  mirarlo  con  mayor  detenimiento  y  descubrió  el  origen  de  la

           confusión. Le funcionaba el reloj al revés: la manecilla de los segundos retrocedía a
           saltos irregulares y espasmódicos. Pete observó el fenómeno con moderada sorpresa.
           Había  perdido  la  facultad  de  valorar  algo  tan  sutil  como  una  mera  peculiaridad.



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