Page 188 - El cazador de sueños
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apagarse, como luciérnagas locas.
Pronto volvería Henry. Había que aferrarse a la idea. Contemplar las llamas y
quedarse con ella.
Mentira, pensó. No volverá, porque en Hole in the Wall ha pasado algo grave.
Algo relacionado con…
—Rick —dijo, frente al espectáculo de las llamas alimentándose de leña fresca.
Pronto se elevarían.
Se quitó los guantes con ayuda de los dientes y aproximó ambas manos al calor
de la hoguera. El corte que tenía en la base de la mano derecha, el que se había hecho
con la botella rota, era largo y profundo. Dejaría cicatriz, pero ¿qué más daba? Entre
amigos, ¿qué importaban una o dos cicatrices? Porque eran amigos, ¿verdad? Sí,
claro. La pandilla de Kansas Street, los piratas, con sus sables de plástico y sus
pistolas a pilas de La guerra de las galaxias. Una vez habían hecho algo heroico; una
o dos, contando lo de la hija de los Rinkenhauer. Hasta habían salido fotos de los
cuatro en el periódico, conque ¿qué más daba que tuviera un par de cicatrices? Y
¿qué más daba que pudieran haber matado a alguien (no era seguro)? Porque si
alguien merecía que le matasen, era…
No, por ahí tampoco pasaba. No, señor.
Vio la línea. Le gustase o no, hacía años que no se le aparecía tan claramente.
Sobre todo veía a Beaver. Y le oía. Le oía justo en medio de su cabeza.
«¡Jonesy! ¿Estás ahí?»
—Beav, no te levantes —dijo Pete, viendo chisporrotear el fuego y crecer las
llamas. Ahora eran grandes, y le daban tanto calor en la cara que empezaba a entrarle
sueño—. Quédate como estás. Que no te vea yo levantarte.
¿De qué se trataba, exactamente? «¿De qué va el chinchirrinchi?», que decía de
niño el propio Beav: una expresión carente de significado, pero que les daba risa
tonta. La línea era tan nítida que Pete notó que estaba en su mano averiguarlo.
Entrevió baldosas azules, una cortina azul de ducha, un gorro naranja chillón (el de
Rick, el de McCarthy), y notó que ver el resto era simple cuestión de voluntad. No
sabía si era el futuro, el pasado o el estricto presente, pero estaba en su mano
averiguarlo. Bastaba…
—No quiero —dijo, rechazándolo en bloque.
En el suelo quedaban ramas pequeñas. Pete las arrojó al fuego y miró a la mujer.
Ahora el ojo abierto no tenía nada de amenazador. Estaba empañado, como cuando se
le pega un tiro a un ciervo. En cuanto a que el cadáver estuviera rodeado de sangre…
Lo atribuyó a una hemorragia. Se le había reventado algo por dentro. ¡Y menudo
reventón! Pete supuso que la mujer lo había notado, y que se había sentado al borde
de la carretera para estar segura de que la vieran si pasaba alguien. Alguien había
pasado, pero a ella de poco le había servido. Pobre, qué mala suerte.
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