Page 193 - El cazador de sueños
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La motonieve había pasado de largo sin frenar, y ahora el ruido se alejaba hacia el
oeste. Henry habría podido salir de su escondrijo sin ningún peligro, pero no lo hizo.
Era incapaz. La inteligencia que había ocupado el lugar de Jonesy no le había
detectado, bien porque estaba distraída, bien porque Jonesy, de alguna manera…
Quizá Jonesy aún…
No. La idea de que en aquella nube horrible, rojinegra, quedara algo de Jonesy era
una ilusión sin fundamento.
Y ahora que ya no estaba la cosa, o que se alejaba, había voces. Henry las notaba
por toda la cabeza, parloteando de tal manera que creía haberse vuelto medio loco,
como le pasaba con el llanto de Duddits (al menos hasta la pubertad, que casi había
marcado el final de aquellas chorradas). Una de las voces era la de un hombre
diciendo algo de un hongo
(«muere enseguida, eso si no encuentra un ser vivo»)
y luego algo de una tarjeta telefónica, y de… ¿quimioterapia? Sí, un chorro
radiactivo. Henry pensó que era una voz de loco. De eso él sabía un rato.
Eran las otras voces las que le hacían cuestionarse su propia cordura. No las
reconocía a todas, pero sí a algunas: Walter Cronkite, Bugs Bunny, Jimmy Cárter y
una mujer que le pareció Margaret Thatcher. A veces hablaban en inglés, y otras en
francés.
—'II n'y a pas d'infection ici —dijo Henry, y rompió a llorar.
El descubrimiento de que en su corazón, vacío (creía) de llanto y risa, quedaban
lágrimas, fue una sorpresa que le llenó de júbilo. Lágrimas de miedo, lágrimas de
compasión, lágrimas que perforaban el suelo pétreo de la obsesión egocéntrica y
resquebrajaban la roca por dentro—. Aquí no hay infección. Basta, Dios mío, por
favor, nous sommes sans défense, NOUS SOMMES SANS…
Justo entonces, al oeste, se desencadenó el trueno humano, y Henry se llevó las
manos a la cabeza porque tenía la impresión de que los gritos y el dolor la harían
estallar. Los muy cerdos estaban…
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