Page 194 - El cazador de sueños
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Los muy cerdos estaban haciendo una carnicería.
Pete estaba sentado al lado de la hoguera, sin darse cuenta ni del dolor atroz que
le subía de la rodilla ni de que había levantado la rama del fuego y ahora la tenía a la
altura de la sien. Dentro de su cabeza, los gritos no llegaban a ahogar por completo el
ruido de ametralladoras al oeste, de ametralladoras de mucho calibre. Los gritos (no
nos hagáis daño, por favor, que estamos indefensos; aquí no hay infección) fueron
cediendo al pánico. No servía de nada. Todo era inútil. Estaba decidido.
Notó que se movía algo, y justo cuando se giraba le cayó encima lo que había
estado en el tejado. Vio la imagen borrosa de un cuerpo alargado, como de
comadreja, pero que no se propulsaba con patas, sino con una cola musculosa. Luego
se le clavaron en el tobillo los dientes de la cosa. Pete chilló y sacudió la pierna sana
con tanta fuerza que estuvo a punto de darse un golpe de rodilla en el mentón. La
cosa se quedó pegada como una sanguijuela, acompañando el movimiento. ¿Los que
pedían clemencia eran esos bichos? Pues que se jodiesen. ¡A la mierda!
Entonces, sin pensarlo, intentó coger a su agresor con la mano derecha, la que
tenía el corte de la botella de Bud; la izquierda, mientras tanto, que no estaba herida,
seguía sosteniendo la antorcha a la altura de la cabeza. Tocó algo frío que parecía
gelatina peluda. La cosa le soltó enseguida el tobillo, y Pete captó fugazmente la
imagen de unos ojos negros e inexpresivos (de tiburón, de águila). Fue justo antes de
que la cosa le clavara en la mano su nido de dientes, abriéndosela por la perforación
del corte anterior.
Fue un dolor como de acabarse el mundo. La cabeza de la cosa (si tenía) se le
había enterrado en la mano, y profundizaba en la carne arrancándosela a trozos. Pete,
en su esfuerzo por sacudírsela de encima, roció de sangre la nieve, la lona cubierta de
serrín y la parka de la mujer. Cayeron gotas al fuego, haciendo ruido como de
manteca en la sartén. Ahora la cosa emitía un sonido feroz como de pájaro. Su cola,
que tenía el grosor de una morena, se le enroscó a Pete en el brazo e intentó detener
sus manoteos.
El uso de la antorcha no surgió de ninguna decisión consciente, porque Pete se
había olvidado de que la tuviera. Sólo pensaba en arrancarse de la mano derecha
aquella cosa horrible que la devoraba; de ahí que, cuando vio la cosa envuelta en
llamas (tan inmediatas y vivas como si fuera un rollo de papel de periódico), su
reacción inicial fuera de incomprensión. Después soltó un grito, medio de dolor
medio de victoria, se levantó de un salto (ya no le dolía nada la rodilla hinchada, al
menos de momento) y echó todo el peso de su cuerpo en el brazo derecho, haciéndolo
chocar con uno de los postes del cobertizo. Se oyó ruido de algo aplastándose, y los
trinos dejaron paso a un chillido en sordina. Por espacio de un momento que parecía
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