Page 195 - El cazador de sueños
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eterno, el cúmulo de dientes que se le había hincado a Pete en la mano profundizó
           con más ímpetu que antes. Después se soltó, y el ser en llamas, desprendido, aterrizó
           en el suelo helado. Pete lo pisoteó, lo sintió retorcerse en el tacón y le embargó un

           instante de triunfo puro y salvaje, antes de que cediera del todo su rodilla y se le
           torciera la pierna hacia afuera por la rotura de los tendones.
               Cayó pesadamente de costado y quedó cara a cara con la mortífera autoestopista

           de Becky, sin darse cuenta de que el cobertizo empezaba a torcerse, ni de que, poco a
           poco,  el  poste  que  había  recibido  el  impacto  del  brazo  se  doblaba  hacia  afuera.
           Durante  unos  instantes,  la  faz  rudimentaria  del  bicho  que  parecía  una  comadreja

           quedó a menos de diez centímetros de la cara de Pete. El cuerpo inflamado le dio un
           coletazo  en  la  chaqueta.  Sus  ojos  negros  eran  dos  ascuas.  No  poseía  nada  tan
           sofisticado como una boca, pero cuando se escindió el bulto que tenía al final del

           cuerpo,  mostrando  los  dientes,  Pete  le  gritó  («¡No!  ¡No!  ¡No!»)  y  la  arrojó  de  un
           golpe a la hoguera, donde se retorció entre chirridos frenéticos de mono.

               Mediante un arco breve del pie izquierdo, la metió más en las llamas. La punta de
           su  bota  chocó  con  el  poste  torcido,  justo  después  de  que  éste  hubiera  decidido
           sostener un poco más el cobertizo. Ya eran demasiadas ofensas: el poste se partió,
           dejando sin sostén a la mitad del tejado de cinc. Pasados uno o dos segundos también

           se partió el otro poste, y el resto del tejado se hundió sobre la hoguera, levantando un
           remolino de chispas.

               Parecía el punto final, hasta que la lámina de cinc oxidado empezó a subir y bajar
           en el suelo, como si respirara, y al poco rato salió Pete. Tenía los ojos vidriosos y la
           piel  blancuzca  por  la  impresión.  Se  le  estaba  quemando  el  puño  izquierdo  de  la
           chaqueta.  Lo  contempló  unos  instantes,  sin  haber  sacado  la  parte  inferior  de  las

           piernas de debajo de la chapa. Después se puso el brazo delante de la cara, respiró
           hondo y apagó soplando las llamas que le quemaban la chaqueta, como si fuera un

           pastel de cumpleaños gigante.
               Oyó acercarse el zumbido de un motor de motonieve por el oeste. Jonesy… o lo
           que quedara de él. La nube. Pete no esperó beneficiarse de ninguna compasión, virtud
           que en Jefferson Tract estaba pasando muy mala racha. Tenía que esconderse. Pero la

           voz que se lo aconsejaba era lejana, irrelevante. Un punto a favor: Pete intuyó que se
           le había pasado el alcoholismo.

               Levantó la mano derecha, la destrozada, y se la puso delante de los ojos. Faltaba
           un dedo, que debía de estar en la tripa del bicho. Otros dos eran masas de tendones
           cortados. Vio que en los cortes más profundos (los que le había infligido el monstruo,

           y  el  que  se  había  hecho  él  metiéndose  en  el  Scout  para  coger  la  cerveza)  ya
           proliferaba  aquella  especie  de  moho  amarillo  rojizo.  Notaba  una  especie  de
           efervescencia, debida a que la cosa se alimentaba de su carne y su sangre.

               De repente Pete tuvo mucha prisa por morirse.




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