Page 200 - El cazador de sueños
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—Perfecto. O vuelven o se quedan dentro. Nos van bien las dos cosas.
               Más  helicópteros,  algunos  de  los  cuales,  ya  a  salvo  de  miradas  indiscretas,
           descargaban las ametralladoras. Podía acabar siendo tan gordo como Tormenta del

           Desierto. O más.
               —Tú entiendes tu misión, ¿verdad, Pearly?
               Perlmutter  la  tenía  clarísima.  Como  era  nuevo  y  quería  quedar  bien,  casi  daba

           brincos. Como un cocker spaniel oliendo comida, pensó Kurtz. Y todo sin mirar a los
           ojos.
               —Señor, mi trabajo es de naturaleza trina.

               Trina, pensó Kurt. Trina. Anda que no.
               —Debo:  a,  interceptar,  b,  poner  en  manos  del  equipo  médico  a  las  personas
           interceptadas, y c, contener y aislar hasta nueva orden.

               —Exacto. Es lo…
               —Pero señor… Perdone, señor, pero es que aquí aún no hay ningún médico, sólo

           unos cuantos sanitarios, y…
               —Cállate —contestó Kurtz.
               Aunque no lo dijo en voz muy alta, cinco o seis hombres que pasaban deprisa
           para uno u otro menester (todos con mono verde sin nada escrito) aminoraron el paso

           y giraron la cabeza hacia donde estaban Kurtz y Perlmutter. Después reanudaron su
           camino a mayor velocidad. En cuanto a Perlmutter, se le marchitaron enseguida las

           rosas  de  las  mejillas,  y  retrocedió  hasta  aumentar  en  unos  treinta  centímetros  la
           distancia entre él y Kurtz.
               —Como vuelvas a interrumpirme, Pearly, te pego un guantazo, y a la segunda
           interrupción te mando al hospital. ¿Está claro?

               Perlmutter, delatando un grandísimo esfuerzo, desplazó su mirada hacia la cara de
           Kurtz, concretamente hacia sus ojos, y se cuadró con tanto ímpetu que el gesto casi

           chisporroteaba de electricidad estática.
               —¡Señor, sí, señor!
               —Eso también puedes ahorrártelo, que tan tonto no eres. —Y cuando empezaron
           a bajar los ojos de Perlmutter—: Mírame a los ojos cuando te hablo.

               Perlmutter  obedeció  a  regañadientes.  Ahora  tenía  la  cara  gris.  A  pesar  de  la
           cacofonía de los helicópteros poniéndose en fila al lado de la carretera, imperaba una

           sensación de estricto silencio, como si Kurtz llevara consigo una especie de burbuja
           de aire. Perlmutter estaba convencido de que él y Kurtz eran el centro de atención, y
           de que se daba cuenta todo el mundo del miedo que pasaba. En parte se debía a los

           ojos de su nuevo superior, a su vacío radical, como si detrás no hubiera cerebro.
               Logró, con todo, no desviar la mirada de los ojos de Kurtz, sino clavarla en el
           vacío. Había empezado con mal pie, y era importante (perentorio) poner coto al desliz

           antes de que se convirtiera en avalancha.




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