Page 201 - El cazador de sueños
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—Así me gusta más. —Kurtz hablaba en voz baja, pero el ruido de hélices no
restó claridad a sus palabras—. No pienso repetírtelo, y sólo te lo digo porque acabas
de ponerte a mis órdenes y se te nota que no sabes hacer la o con un canuto. Me han
encargado que dirija una operación phooka. ¿Sabes qué es?
—No —dijo Perlmutter.
Casi le dolía físicamente no poder decir «sí, señor».
—Según los irlandeses, que como raza no han acabado de salir de la bañera de
superstición donde les meten sus mamas, un phooka es un caballo fantasma que
secuestra a los viajeros y se los lleva en el lomo. Uso la palabra en el sentido de que
la operación es a la vez secreta y pública. ¡Paradoja, Perlmutter! La parte buena es
que este tipo de merienda de negros ya está previsto desde 1947, que es cuando la
fuerza aérea recuperó el primer artefacto extraterrestre. La parte mala es que se ha
acabado la cuenta atrás, y que ahora tengo que encargarme yo con el apoyo de gente
como tú. ¿Captas, chavalote?
—Sí, s… Sí.
—Eso espero. Aquí, Perlmutter, la cuestión es entrar deprisa y a saco, totalmente
a lo phooka. Haremos todo el trabajo sucio que haga falta, y saldremos todo lo
limpios que podamos. Eso, limpios. Y sonriendo.
Kurtz enseñó los dientes con una sonrisa de intensidad satírica tan brutal que
Perlmutter casi tuvo ganas de gritar. Kurtz era alto y tenía los hombros caídos, pero
su físico de burócrata escondía algo amedrentador. Se le adivinaba en los ojos, y en la
afectación con que enseñaba las manos, pero la razón de que diera tanto miedo, lo
que le había valido el sobrenombre de Kurt el Escalofriante, era otra cosa. Perlmutter
no tenía claro el origen de aquella sensación de repelús, pero tampoco quería saberlo.
En aquel momento, de lo único que tenía ganas era de acabar la conversación sin
haberla cagado. ¿Qué falta hacía recorrer treinta o cuarenta kilómetros hacia el oeste
para entablar contacto con una especie alienígena? Perlmutter tenía a uno justo
delante.
Los labios de Kurtz se cerraron sobre sus dientes.
—Estamos en el mismo barco, ¿no?
—Sí.
—¿Hemos jurado la misma bandera? ¿Meamos en la misma letrina?
—Sí.
—¿De esta cómo saldremos, Pearly?
—¿Limpios?
—¡Premio para el nene! ¿Y qué más?
Perlmutter vivió un segundo horrible de no saberlo, hasta que le vino a la cabeza.
—Sonriendo, señor.
—Como vuelvas a llamarme señor te pego un guantazo.
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