Page 191 - El cazador de sueños
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           Pasó el tiempo. Pete no supo cuánto, porque el reloj se le había estropeado del todo.
           A  ratos  parecía  que  se  le  intensificara  el  pensamiento,  como  cuando  estaban  los

           cuatro  con  Duddits  (aunque  a  medida  que  se  hacían  mayores,  y  que  Duddits  se
           conservaba igual, había bajado la frecuencia de esos episodios, como si los cerebros y
           cuerpos de los cuatro, al cambiar, hubieran olvidado el truco de captar las extrañas

           señales de Duddits). Parecía, pero no era del todo lo mismo. Quizá se tratara de algo
           nuevo. Hasta podía estar relacionado con las luces del cielo. Pete era consciente de

           que había muerto Beaver, y de que a Jonesy podía haberle ocurrido algo espantoso,
           pero no sabía qué.
               Pensó  que  también  debía  de  saberlo  Henry,  aunque  de  manera  confusa.  Henry
           estaba enfrascado en sus propios pensamientos, repitiendo «Banbury Cross, Banbury

           Cross, Banbury Cross».
               La rama siguió ardiendo. Viendo que le quedaba cada vez menos espacio para

           empuñarla, Pete se preguntó qué haría si se quemaba demasiado y si resultaba que la
           cosa de arriba podía esperar. Entonces le asaltó una idea nueva, con intensa luz propia
           y el color rojo del pánico. La idea le llenó la cabeza, y Pete la tradujo en fuertes
           exclamaciones  que  ensordecieron  el  ruido  con  que  la  cosa  del  tejado  resbalaba

           deprisa por la pendiente de la chapa de cinc.
               —¡No nos hagáis daño, por favor! Ne nous blessez pas!

               Pero era inútil: atacarían, porque… ¿Porque qué?
               «Porque no son como ET, no son seres indefensos que lo único que quieren es
           una  tarjeta  telefónica  para  llamar  a  casa;  no,  chicos,  son  una  enfermedad.  Son  un
           cáncer,  un  puñetero  cáncer,  y  nosotros  un  chorro  radiactivo  de  quimioterapia.  ¿Lo

           entendéis?»
               Pete no sabía si los chicos de quienes hablaba la voz lo oían, pero él sí. Ya venían;

           venían los piratas, y no se detendrían ni por todas las rogativas del mundo. Rogaban,
           sin embargo, y Pete con ellos.
               «¡No nos hagáis daño, por favor! ¡Por favor! S'il vous platt! Ne nous blessez pas,

           nous sommes sans défensef» Ahora lloraban. «¡Por favor! ¡Por amor de Dios, que
           estamos indefensos!»
               Vio en su mente la mano, la caca de perro y al niño medio desnudo llorando. Y la

           cosa  del  tejado,  durante  todo  aquel  rato,  seguía  deslizándose,  moribunda  pero  no
           indefensa, estúpida pero no del todo; seguía deslizándose hasta acercarse a Pete por
           detrás,  mientras  Pete  gritaba,  se  tumbaba  al  lado  de  la  muerta  y  oía  los  primeros

           compases de una masacre apocalíptica.
               «Cáncer», dijo el hombre de las pestañas blancas.
               —¡Por favor! —exclamó—. ¡Por favor, que estamos indefensos!



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