Page 223 - El cazador de sueños
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para repartir hostias intergalácticas?
Clamor afirmativo, con un «¡joder que no!» y un «a reventarlos».
—¿Os apetece algo antes de empezar?
«¡El himno del escuadrón!», «¡Himno!», y «¡Venga, coño, que pongan a los
Stones!».
—Si hay alguien que quiera rajarse, que avise.
Silencio total en la radio. En otra frecuencia que Owen no volvería a sintonizar,
los grises suplicaban con voces famosas. Abajo y a estribor volaba, pequeño, el
Kiowa OH-58. A Owen no le hacían falta prismáticos para ver a Kurtz con el gorro al
revés, mirándole. Seguía teniendo en las rodillas el periódico, que por alguna razón
formaba un triángulo. Por espacio de seis años, Owen Underhill no había necesitado
segundas oportunidades; tanto mejor, porque Kurtz no las concedía. Adivinó que en
el fondo siempre lo había sabido, pero ya tendría tiempo de pensarlo. Eso si no había
más remedio. Se le encendió en la cabeza la chispa de una idea coherente, la última
(«el cáncer eres tú, Kurtz»), pero se apagó enseguida, tragada por una oscuridad
perfecta.
—Blue Group, aquí Blue Boy Leader. Seguidme y abrid fuego a doscientos
metros. Intentad no darle al Blue Boy, pero que no quede ni uno de los hijoputas. Pon
el himno, Conk.
Gene Conklin accionó un interruptor e introdujo un cede en el discman que había
en el suelo del Blue Boy Two. En el Blue Boy Leader, Owen, que ya estaba fuera de
sí, estiró el brazo y subió el volumen.
Se le llenaron los cascos de Mick Jagger, la voz de los Rolling Stones. Owen
levantó la mano, vio que Kurtz le devolvía el saludo (poco le importó si en serio o de
manera sarcástica) y bajó el brazo. Mientras Jagger cantaba el himno, el que tocaban
cada vez que entraban a saco, los helicópteros inclinaron el morro, apretaron filas y
volaron hacia el blanco.
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