Page 219 - El cazador de sueños
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ve  que  nos  la  contagian  por  el  aire.  Se  pega  sola,  sin  depender  del  hongo.  Así,  a
           primera vista, parece cachondo leer un poco el pensamiento, la manera perfecta de
           triunfar en los guateques, pero que sepáis que por ese camino se llega a lo siguiente:

           esquizofrenia, paranoia, separación de la realidad y acabar como una puta cabra, para
           que nos entendamos. Según los cerebrines, de momento la telepatía tiene efectos muy
           limitados, pero no hace falta que os explique en qué podría acabar si dejamos que se

           instalen los grises, y que estén a gusto en este planeta. Ahora os diré algo que quiero
           que  escuchéis  muy  atentamente,  como  si  os  fuera  la  vida,  ¿vale?  Cuando  se  nos
           llevan, digo bien, cuando se nos llevan ellos a nosotros (y ya sabéis que ha habido

           abducciones, porque los que dicen que los han raptado extraterrestres suelen ser unos
           comidos de coco y unos neuróticos de la hostia, pero no todos), a algunos les sueltan,
           pero antes les ponen implantes. En algunos casos sólo son instrumentos (puede que

           transmisores, o algún tipo de monitores), pero también hay implantes que son seres
           vivos,  que  empiezan  comiéndose  a  la  persona  y  después,  cuando  engordan,  la

           destrozan. Los implantes de que hablo los han puesto seres como los que veis abajo,
           tan desnuditos e inocentes. Ellos dicen que no hay ninguna infección, pero tenemos
           clarísimo  que  están  infectados  hasta  el  culo,  tíos,  hasta  las  orejas.  Yo,  que  llevo
           veinticinco años viendo lo que hacen, os digo que ha llegado el gran momento. Esto

           es la invasión, la superliga de campeones, y vosotros la defensa. No son como ET, no
           son seres indefensos que lo único que quieren es una tarjeta telefónica para llamar a

           casa; no, chicos, son una enfermedad.
               Son  un  cáncer,  un  puñetero  cáncer,  y  nosotros  un  chorro  radiactivo  de
           quimioterapia. ¿Lo entendéis?
               Esta vez no hubo expresiones de aquiescencia, sino una aclamación salvaje, gritos

           nerviosos y neuróticos donde reverberaba una nota de impaciencia. Casi reventaron el
           canal de transmisión.

               —Cáncer, chicos. Son un cáncer. Es la mejor palabra que se me ocurre, aunque ya
           sabéis que lo mío no es hablar. ¿Qué, Owen, lo has oído?
               —Sí, jefe.
               ¡Qué sereno, el muy cabrón! Bueno, pues que no se alterara; allá él, porque Owen

           Underhill la había pringado. Kurtz levantó el sombrero de papel de periódico y lo
           admiró. Owen Underhill la había pringado.

               —A ver, Owen, ¿lo de abajo qué es? ¿Qué hay alrededor de la nave? ¿Qué son
           esas  cosas  que  han  salido  de  casa  sin  acordarse  de  ponerse  los  pantalones  y  los
           zapatos?

               —Cáncer, jefe.
               —Exacto. Ahora da la orden y adelante. Venga, Owen, abre esa boquita.
               Acto seguido, sin ninguna prisa, sabiéndose observado por los tripulantes de los

           helicópteros de combate (nunca había largado un sermón así, jamás de los jamases,




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