Page 273 - El cazador de sueños
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llaman negros del espacio.
Abre la boca para decirlo, o para pedir a sus amigos de infancia que le ayuden
(siempre que han podido se han echado una mano), pero justo entonces vuelve a
saltar la película (maldito montador, yendo borracho al trabajo) y está en la cama de
una habitación de hospital, y dice alguien:
—¿Dónde está Jonesy? ¡Que venga Jonesy! ¿Ves?, piensa con satisfacción, dentro
de la angustia. Ya sabía yo que decía Jonesy y no Marcy. Es la muerte, o la Muerte,
llamándome, y para esquivarla tengo que moverme lo mínimo; con tanta gente no ha
podido cogerme, en la ambulancia casi me echa la mano encima, y ahora está aquí en
el hospital, disfrazado de paciente.
—Basta, por favor, que no lo aguanto; que me pongan una inyección. ¿Dónde está
Jonesy? ¡Que venga Jonesy!
La cuestión es quedarse estirado hasta que se calle, piensa Jonesy. De hecho,
aunque quisiera no podría levantarme, porque acaban de ponerme un kilo de metal en
la cadera y tardaré varios días en poder estar de pie, o toda una semana.
Para horror suyo, sin embargo, se da cuenta de que se está levantando, de que
aparta la sábana y baja de la cama; nota que está forzando los puntos que tiene en la
cadera y la barriga, nota que se le abren y le empapan la pierna y el pelo púbico con
lo que debe de ser sangre de donante, y a pesar de todo camina por la habitación sin
asomo de cojera, cruzando una mancha de sol que proyecta en el suelo una sombra
corta pero muy humana (ahora ya no es un gris; es de lo poco bueno que le ocurre,
porque los grises están pasándolas canutas), y llega a la puerta. Sin nadie que le vea,
recorre un pasillo, pasa al lado de una camilla con ruedas y una cuña, de dos
enfermeras que miran fotos, hablan y se ríen, y se acerca a la voz. No puede parar.
Comprende que está dentro de la nube, aunque no sea una nube rojinegra, como la
percibieron tanto Pete como Henry, sino gris, una nube en cuyo interior flota él como
partícula diferenciada a la que la nube no modifica, y Jonesy piensa: Soy lo que
buscaban. No sé cómo es posible, pero soy justo lo que buscaban. Porque… ¿porque
la nube no me cambia?
Sí, más o menos.
Pasa por tres puertas abiertas. La cuarta está cerrada, y lleva un letrero donde
pone:
ADELANTE, AQUÍ NO HAY INFECCIÓN, IL N'Y A PAS D'INFECTION ICI.
Mentira, piensa Jonesy. Cruise, o Curtís, o como se llame, estará como una cabra,
pero tiene razón en algo: en que infección sí que hay.
Le corre la sangre a chorros por las piernas, con el resultado de que ahora tiene la
mitad inferior de la bata roja como un tomate («ahora sí que corre el clarete», decían
en las retransmisiones de boxeo de antes), pero no siente ningún dolor. Tampoco
miedo a la infección. Es diferente, único, y la nube sólo puede transportarle, pero no
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