Page 270 - El cazador de sueños
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           No hay oscuridad. Esta vez no. Para bien o para mal han instalado fluorescentes en la
           calle de la Memoria. A pesar de ello, la película es incoherente, como si el montador

           hubiera  regado  la  comida  con  unas  copas  de  más  y  se  le  hubiera  olvidado  el
           argumento.  En  parte  tiene  que  ver  con  la  deformación  extraña  que  ha  sufrido  el
           tiempo: tiene la sensación de vivir a la vez en el pasado, el presente y el futuro.

               «Es la manera que tenemos de viajar —dice una voz, y Jonesy se da cuenta de
           que es la que pedía que viniera Marcy y que le dieran una inyección—. Cuando llega

           a cierto punto la aceleración, todos los viajes se convierten en viajes en el tiempo.
           Todos tienen como base la memoria.»
               El  hombre  de  la  esquina,  el  de  «yo  no  he  dicho  nada»,  se  agacha  al  lado  de
           Jonesy, le pregunta si está bien, ve que no, alza la vista y dice:

               —¿Quién tiene un móvil? Este hombre necesita una ambulancia.
               Cuando levanta la cabeza, Jonesy ve que tiene un cortecito debajo de la barbilla.

           Debe  de  habérselo  hecho  durante  el  afeitado  matinal,  sin  darse  ni  cuenta.  Qué
           entrañable, piensa Jonesy. Entonces salta la película, y aparece alguien con abrigo
           rojizo y sombrero de fieltro. A este vejete descerebrado le pondremos el nombre de
           «señor Qué he hecho», porque es lo que se dedica a preguntar a todo el mundo. Dice

           que se ha despistado un segundo, y que ha notado un golpe. ¿Qué he hecho? Dice que
           nunca le han gustado los coches grandes. ¿Qué he hecho? Dice que no se acuerda del

           nombre  de  su  compañía  de  seguros.  ¿Qué  he  hecho?  Tiene  una  mancha  en  la
           entrepierna. Jonesy, tirado en la calle, no puede evitar que el carcamal le inspire una
           especie de compasión exasperada. Tiene ganas de poder decirle: «¿Quieres saber qué
           has hecho? Pues mírate los pantalones. Te has hecho pipí encima.»

               Otro salto en la película. Ahora se ha congregado todavía más gente alrededor.
           Parecen muy altos, y Jonesy piensa que es como ver un entierro desde el ataúd. La

           idea le recuerda un cuento de Ray Bradbury, titulado, cree, «La multitud», en el que
           la  gente  que  acude  a  los  accidentes  (siempre  la  misma)  decide  el  destino  del
           accidentado con sus comentarios. Si murmuran que no ha sido tan grave, que qué

           suerte que el coche se haya desviado en el último segundo, la víctima sobrevivirá. En
           cambio, si los integrantes del corro empiezan a decir cosas como «tiene mal aspecto»,
           o «yo creo que de esta no sale», la víctima muere. Siempre es la misma gente, con las

           mismas caras vacuas de fascinación; los cotillas que, si no ven la sangre y no oyen
           quejarse al herido, no viven.
               En el grupo apretado de gente rodeándole, justo detrás del de «yo no he dicho

           nada»,  Jonesy  ve  a  Duddits  Cavell,  que  ahora  va  vestido  y  tiene  aspecto  normal;
           vaya, que ya no lleva bigotes de caca. También está McCarthy, el de «mira que estoy
           a  la  puerta  y  llamo»,  piensa  Jonesy.  Y  alguien  más.  Un  hombre  gris.  Aunque  en



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