Page 265 - El cazador de sueños
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           Era un sueño.
               No  lo  parecía,  pero  tenía  que  serlo.  Para  empezar,  ya  había  vivido  un  15  de

           marzo, y consideraba una injusticia monstruosa tener que vivir otro. Segunda prueba:
           los ocho meses entre mediados de marzo y mediados de noviembre le habían dejado
           muchos recuerdos. Ayudar a los niños a hacer los deberes, oír a Carla hablando por

           teléfono con sus amigos (muchos del programa de Drogadictos Anónimos), dar una
           conferencia  en  Harvard…  y,  por  supuesto,  los  meses  de  rehabilitación  física.  Las

           flexiones  interminables,  la  fatiga  de  gritar  cada  vez  que  volvían  a  estirársele  las
           articulaciones, pero con aquella resistencia que… Él diciéndole a Jeannie Morin, su
           terapeuta, que no podía, y ella a él que sí. Él llorando y ella sonriendo de oreja a oreja
           (aquella sonrisa odiosa e inexpugnable), y al final había tenido razón ella: podía, en

           efecto, pero ¡a qué precio!
               Se  acordaba  de  todo  eso  y  de  más  cosas:  de  levantarse  por  primera  vez  de  la

           cama, de limpiarse por primera vez el culo, de la noche de principios de mayo en que
           se había acostado pensando «voy a superarlo» por primera vez, de la noche de finales
           de mayo en que él y Carla habían hecho el amor por primera vez desde el accidente, y
           del  chiste  que  le  había  contado  al  acabar  (¿Cómo  follan  los  puercoespines?  Con

           mucho cuidado)… Se acordaba de haber presenciado los fuegos artificiales del 30 de
           mayo, día de los caídos en la guerra, con un dolor horroroso en la cadera y la parte de

           arriba del muslo. Se acordaba de haber comido sandía el 4 de Julio, fiesta nacional,
           escupir las pepitas en la hierba y ver a Carla y sus hermanas jugando a badminton,
           con un poco menos de dolor de cadera y de muslo. Se acordaba de haber hablado por
           teléfono con Henry en septiembre, y de haberle dicho «vengo seguro» sin prever lo

           poco que le gustaría la sensación de tener la Garand en la mano. Habían hablado del
           trabajo (Jonesy había dado clases las tres últimas semanas antes de las vacaciones de

           verano, hecho un chaval con la muleta), de sus familias respectivas, de los libros que
           habían  leído  y  las  películas  que  habían  visto…  Henry  había  hecho  el  mismo
           comentario que en enero, que Pete bebía demasiado, y Jonesy, que con su mujer ya

           había  librado  una  guerra  contra  la  adicción,  no  había  querido  hablar  del  tema.  En
           cambio había acogido con verdadero entusiasmo la idea, original de Beaver, de que al
           final de la semana de caza pasaran por Derry para visitar a Duddits Cavell. Ya hacía

           demasiado  tiempo  que  no  se  veían,  y  nada  como  un  poco  de  Duddits  Cavell  para
           levantarle a alguien los ánimos. Además…
               —Oye, Henry —había preguntado—, ¿verdad que ya habíamos hecho planes de

           ir a ver a Duddits? Pensábamos ir para San Patricio. No me acordaba, pero lo tengo
           escrito en el calendario del despacho.
               —Sí —había contestado Henry—, la verdad es que sí.



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