Page 267 - El cazador de sueños
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Cambridge, oyendo pensar a su yo de marzo: al final se ha arreglado el día. Intenta
           decirle a su yo de marzo que es mala idea, una idea fatal, y que se ahorrará varios
           meses  de  sufrimiento  sólo  con  coger  un  taxi  o  el  metro,  pero  le  resulta  imposible

           comunicarse. Quizá tuvieran razón todos los relatos de ciencia ficción sobre viajes en
           el tiempo que leyó en la adolescencia: no se puede cambiar el pasado de ninguna
           manera.

               Cruza el puente, y, si bien hace un viento un poco frío, disfruta tener el sol de
           cara, y verlo quebrarse en el Charles en mil astillas de luz. Canta un fragmento de
           Here  Comes  the  Sun  y  vuelve  a  las  Pointer  Sisters:  Yes  we  can-can,  great  gosh

           a'mighty.  Marcando  el  ritmo  con  el  maletín.  Dentro  lleva  el  bocadillo.  Huevo  y
           lechuga. Ñam, ha dicho Henry. MMDD, ha dicho Henry.
               He aquí al saxofonista, y sorpresa: no está al final del puente de Massachusetts

           Avenue, sino un poco más adelante, al lado del campus del MIT, delante de uno de
           los restaurantitos indios para gente enrollada. Tirita de frío y es calvo, con unos cortes

           en  el  cuero  cabelludo  que  indican  que  no  tiene  madera  de  barbero.  Su  manera  de
           tocar These Foolish Things indica que tampoco tiene madera de saxofonista, y Jonesy
           siente  ganas  de  decirle  que  se  haga  carpintero,  actor,  terrorista  o  cualquier  cosa
           menos músico. No sólo no lo hace, sino que le da ánimos, pero no dejándole en la

           funda  (forrada  de  terciopelo  morado  con  repelones)  la  moneda  de  veinticinco
           centavos que recordaba, sino un buen puñado de calderilla. Lo achaca al primer sol

           que  calienta  tras  un  invierno  largo  y  frío.  Lo  achaca  a  lo  bien  que  le  ha  acabado
           yendo con Defuniak.
               El saxofonista se lo agradece con un movimiento de los ojos, pero no deja de
           tocar. Jonesy se acuerda de otro chiste: ¿Qué es un saxofonista con tarjeta de crédito?

           Un optimista.
               Sigue caminando y moviendo el maletín sin escuchar al Jonesy de dentro, el que

           ha venido de noviembre nadando contra la corriente como un salmón. «Para un rato,
           Jonesy. Sólo hacen falta unos segundos. Átate un zapato, o lo que sea.» (No sirve,
           porque lleva mocasines. Pronto también llevará un yeso.) «El cruce de ahí delante es
           donde te pasa todo, el de la parada del metro, Massachusetts Avenue con Prospect.

           Viene un viejo chocho, un profesor de derecho conduciendo un Lincoln azul marino
           que va a dejarte como papel de fumar.»

               Pero no sirve de nada. Por mucho que grite no sirve de nada. Está cortada la línea
           telefónica. No se puede volver; nadie puede matar a su propio abuelo, ni pegarle un
           tiro  a  Lee  Harvey  Oswald  en  el  momento  en  que  se  pone  de  rodillas  junto  a  una

           ventana  del  tercer  piso  del  Texas  Book  Depository  y  apunta  a  Kennedy  con  una
           escopeta comprada por correo, mientras se le enfría el pollo frito que tiene al lado en
           un  plato  de  cartón;  no  se  pueden  detener  los  propios  pasos  por  el  cruce  de

           Massachusetts  Avenue  y  Prospect  Street  con  el  maletín  en  una  mano  y  el  Boston




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