Page 282 - El cazador de sueños
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Pisando barro y nieve sucia, Brodsky recorre a grandes zancadas la distancia entre
           la zona de aterrizaje para helicópteros y el cercado donde hay que confinar a los que
           tienen  el  Ripley  (ahora  ya  hay  bastantes,  paseándose  con  la  misma  cara  de

           perplejidad  de  todos  los  prisioneros  recién  internados  del  mundo,  llamando  a  los
           guardias,  pidiendo  cigarrillos  e  información  y  formulando  vanas  amenazas).  Emil
           Brodsky  es  fortachón,  lleva  el  pelo  a  cepillo  y  tiene  una  cara  de  bulldog  que  ni

           pintada para el tabaco barato (en realidad, como sabe Jonesy, se trata de un católico
           devoto  que  no  ha  fumado  en  su  vida).  Ahora  mismo  está  más  ocupado  que  un
           empapelador manco. Lleva auriculares y micro de recepcionista a la altura de la boca.

           Ha entablado contacto radiofónico con el convoy de suministro de combustible que
           viene por la interestatal 95 (la situación es crítica, porque los helicópteros que han
           salido de misión volverán muy bajos), pero al mismo tiempo habla con Cambry, la

           persona que camina al lado de él. Hablan del centro de control y vigilancia que quiere
           hecho Kurtz para las nueve de la noche, máximo las doce. Se rumorea que la misión

           no durará más de cuarenta y ocho horas, pero a ver quién es el listo que se atreve a
           asegurarlo. Los rumores también dicen que ya se ha alcanzado el objetivo principal,
           Blue Boy, aunque Brodsky no se lo creerá hasta que vuelvan los helicópteros grandes
           de combate. Pero bueno, lo de ellos es fácil: tenerlo todo montado para las once.

               Y  hete  aquí  que  de  repente  hay  tres  Jonesys,  tres:  el  que  mira  la  tele  en  la
           habitación de hospital que está hecha un criadero de hongos, el del cobertizo de la

           motonieve… y Jonesy III, que aparece sin avisar en la cabeza católica y con el pelo a
           cepillo de Emil Brodsky. Brodsky interrumpe sus pasos y mira el cielo blanco.
               Cambry  da  tres  o  cuatro  pasos  por  su  cuenta  hasta  que  ve  que  Brodsky  se  ha
           quedado parado en medio del barro. A pesar de todo el ajetreo (hombres que corren,

           helicópteros volando, motores en marcha), está parado como un robot sin pilas.
               —Jefe —dice—, ¿le pasa algo?

               Brodsky no contesta, al menos a Cambry. Le dice a Jonesy I (el del cobertizo):
               «Abre la tapa del motor y enséñame las bujías.»
               A Jonesy le cuesta un poco encontrar el cierre de la tapa, pero le dirige Brodsky.
           Una vez que está el motorcito a la vista, Jonesy se agacha, pero no mira, sino que

           convierte sus ojos en dos cámaras de alta resolución y envía la imagen a Brodsky.
               —¡Jefe! —dice Cambry, que empieza a estar preocupado—. ¿Qué pasa, jefe?

               —Nada,  no  pasa  nada  —dice  Brodsky  con  lentitud  y  claridad,  quitándose  los
           auriculares porque le distrae el parloteo—. Déjame que piense un minuto.
               Y a Jonesy:

               «Han  quitado  las  bujías.  Busca  un  poco…  Ah,  sí,  ya  las  veo.  Al  borde  de  la
           mesa.»
               Al borde de la mesa de trabajo hay un pote de mayonesa con gasolina hasta la

           mitad, al que se le han hecho dos agujeros con la punta de un destornillador para que




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