Page 286 - El cazador de sueños
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           Una explosión descomunal desgarró el día, y, si bien el punto de origen tenía que
           estar forzosamente a varios kilómetros, conservaba la potencia necesaria para sacudir

           la  nieve  de  muchos  árboles.  El  conductor  de  la  motonieve  ni  siquiera  movió  la
           cabeza. Era la nave. La habían volado los soldados. Ya no quedaban byrum.
               A  los  pocos  minutos  apareció  ante  su  mirada  el  cobertizo  con  el  tejado  caído.

           Delante, tirado en la nieve y sin haber sacado la bota de debajo de la chapa de cinc,
           estaba Pete. Parecía muerto, pero no. En aquel juego, hacerse el muerto no figuraba

           entre las opciones. El ocupante de la motonieve oía pensar a Pete. Frenó y dejó el
           motor en punto muerto. Entonces Pete levantó la cabeza y enseñó los dientes que le
           quedaban sin ninguna jovialidad. Por lo visto sólo conservaba un dedo en buen estado
           en la mano derecha. Toda su piel visible estaba cubierta de byrus.

               —Tú no eres Jonesy —dijo—. ¿Qué le has hecho?
               —Sube, Pete —dijo el señor Gray.

               —Contigo no quiero ir a ninguna parte. —Pete levantó la mano derecha (con sus
           dedos  destrozados  y  grumos  rojizos  de  byrus)  y  la  usó  para  limpiarse  la  frente—.
           Venga, arreando. Que te vayas, coño.
               El señor Gray bajó la cabeza que había pertenecido a Jonesy (quien lo observaba

           todo por la ventana de su refugio en el garaje abandonado de Tracker Hermanos, sin
           poder ayudar ni intervenir) y miró a Pete fijamente. Pete rompió a gritar, mientras el

           byrus  que  le  crecía  por  todo  el  cuerpo  se  tensaba  y  le  clavaba  las  raíces  en  los
           músculos y los nervios. La bota que estaba presa debajo del tejado de cinc quedó
           libre, y Pete, gritando, adoptó una postura fetal. Le salía sangre por la boca y la nariz.
           Cuando volvió a gritar le saltaron dos dientes más de la boca. —Sube, Pete.

               Llorando, y con la mano destrozada en el pecho, Pete intentó ponerse en pie. El
           primer intento se saldó en fracaso, y volvió a quedarse tumbado en la nieve. El señor

           Gray siguió mirándole sin hacer comentarios desde el sillín del Arctic Cat.
               Jonesy sentía el dolor de Pete, su desesperación, su miedo abyecto. El miedo era
           de lejos lo peor. Se decidió a arriesgarse. «Pete.»

               Sólo era un susurro, pero Pete lo oyó y miró hacia arriba con la cara demacrada y
           manchada de moho (lo que llamaba el señor Gray «el byrus»). Cuando se lamió los
           labios, Jonesy vio que también le crecía en la lengua. Una vez se había enfrentado

           con  chicos  mayores  que  él  para  defender  a  alguien  más  pequeño  y  más  débil.  Se
           merecía algo mejor. «Ni rebotes ni partidos.»
               Pete casi sonrió. Era al mismo tiempo bonito y estremecedor. Esta vez consiguió

           levantarse y caminó con lentitud hacia la motonieve.
               En el despacho abandonado de su exilio, Jonesy vio que se movía el pomo de la
           puerta.



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